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Un refugio imposible frente al coronavirus

08/11/2020
 Actualizado a 08/11/2020
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Todos necesitamos nuestro refugio particular: un amor del pasado, una pila de libros, una maqueta de la catedral que construir… Queremos que sea secreto, sólo para nosotros. Desde que nos bajamos del árbol y nos metimos en la primera cueva buscando resguardo, los seres humanos no nos hemos podido librar de esa necesidad de un lugar al que poder volver cuando las cosas van mal y hace frío.

Ya vendrá el ‘coach’ de turno a decir que tenemos que salir ahí fuera en busca de retos, a enfrentarnos con el mundo, pero que no nos quiten la sensación de alivio y protección que da mirar la lluvia caer al otro lado del cristal. Hobbes decía que, al principio, lo único que había era libertad sin seguridad y que fue la civilización la que le dio la vuelta a aquel «todos en guerra con todos». Pero más bien parece al revés: lo innato es querer sentirse seguro, mientras que ser libre cuesta un precio que no todo el mundo está dispuesto a pagar.

Estas guaridas que nos procuramos son importantes en estos tiempos de infecciones, contagios y distanciamiento social. Todas las cosas que hacen que la vida valga la pena se hacen en cercanía, que es precisamente lo que está destruyendo el coronavirus. Pero parece como si tampoco pudiésemos apreciar la cercanía con cada uno de nosotros mismos y prefiriésemos los refugios colectivos. Que siempre han tenido una utilidad limitada a unas circunstancias concretas (un albergue de montaña, un escondrijo contra los bombardeos) y vienen con muchas pegas: la gente ronca, expele flatulencias y, sobre todo, transmite a los demás su miedo y paranoia. El problema es que es muy difícil encontrar un cobijo privado cuando no hay un lugar en el planeta a salvo del virus e internet ha acabado con los secretos.

En estos días extraños muchos se han refugiado colectivamente en la ideología y en los políticos, que no en la política. Y vemos cómo los rumores, las medias verdades y los sesgos se retroalimentan entre la gente que quiere creer, que necesita creer. Hay gobernantes que aprovechan la pandemia y el ansia general de protección para exigir a cambio concesiones a costa de nuestra libertad. Esperan el pataleo, saben que no ejercerlo significa parecer dócil y éste es un insulto que nadie quiere escuchar. Pero olvidan que no hay mayor rebeldía que refugiarse piel adentro. Recuerdo una tira de Garfield en que el gato se disfrazaba de justiciero y se colaba en una tienda de animales. Abría las jaulas de conejines y canarios al grito de: «¡Sois libres!». Pero los bichos se quedaban dentro y le miraban asustados. Entonces Garfield pensaba un poco y los volvía a encerrar: «¡Estáis seguros!». Y todos reían y lo celebraban.
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