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Un pobre a la mesa

20/12/2020
 Actualizado a 20/12/2020
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En un ensayo satírico escrito en 1729 el legendario dublinés Jonathan Swift sugería, como forma de acabar con las cargas familiares, que los pobres entregasen a sus hijos a los terratenientes para que se los comiesen. Más de dos siglos después, en una versión igual de vitriólica pero menos salvaje, nuestro compatriota Berlanga proponía, en su memorable película Plácido, que la gente de bien sentase a su mesa por Navidad a un menesteroso. En los tiempos que vivimos hay que apostar claramente por la segunda opción. Habrá quien piense que debería ser justamente al contrario, pero si recapacitan verán que solo supone ventajas, tanto en el plano práctico como en el moral. Y no solo porque los pobres, que últimamente llenan las calles de las ciudades españolas (esta, sin ir más lejos), vivan libres de contactos en su propia burbuja, si no por otros factores especialmente beneficiosos en esta época covid. Frente al cuñado verboso y voraz, que esparce sus aerosoles por todo el salón, el pobre suele ser persona de natural taciturno, poco dado a abrir la boca, salvo para zampar y masticar en hosco silencio. Ese silencio, expresión de una saludable misantropía, le impide enzarzarse en agrias discusiones políticas o religiosas, respetando ese adagio que sostiene que, en las reuniones familiares, debe evitarse hablar de Dios y, por poner un ejemplo, no mentar a Abascal o Pablo Iglesias. El pobre cumple, además, otro de esos requisitos epidemiológicos que nos hielan los pies, pues vive en un perpetuo estado de ventilación, por lo que no se quejará, a diferencia de los parientes más sensibles, de que abramos constantemente las ventanas. Y, por último, seguramente será el primero en desaparecer, o como mucho se entregará a un plácido sueño digestivo, evitándonos ver durante horas esos rostros sudorosos y desencajados que, pasada la medianoche, componen en nuestros hogares una escena grotesca e irreal.

Piénselo bien: los pobres siguen siendo nuestra conciencia en pleno Siglo XXI. Cuando los veamos cruzar el umbral de la puerta, en su espalda ancha y oscilante, veremos lo que pudimos haber sido, lo que hemos dejado que ocurra y lo que nos negamos a ver cada mañana. Como si en sus manos tiznadas, manchadas de sangre y hollín, estuviese el vestigio oscuro de los clavos que, desde aquel lejano hombre de la cruz, han venido atravesando y pudriendo las tristes maderas del mundo.
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