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Un paisano de León

27/10/2020
 Actualizado a 27/10/2020
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Eulogio, quien desde temprana adolescencia fue conocido popularmente como ‘Jojo’, nació en la calle Santa Cruz, en pleno corazón del Barrio Húmedo, donde vivió hasta los 12 años marcado por la huella del barrio, su vida y su gente. Hijo de la señora Jose, una vasca de Ibarrangelu de quien heredó su pasión por la vida, su extraordinaria capacidad para disfrutar de ella y su nula intención de complicarse la misma. De igual modo, fue el tercero de los siete hijos del señor Jacinto, un empleado de Iberduero, quien tuvo la primera licencia de taxi de León y trasladó al rey Alfonso XIII en una de sus visitas a la capital del Reino.

Jojo también era sobrino de Eulogio ‘el gafas’, de quien cogió su propio nombre. Taxista como su hermano Jacinto, maestro del chascarrillo, gran versificador y uno de los evangelistas de Genarín. De ambos heredó el ingenio, la ironía y la guasa.

Paisano leonés por sus cuatro costados, pasó su juventud en la calle A (hoy conocida como calle Sahagún) donde forjó muchas de sus amistades. Más tarde se mudó con sus padres y hermanos a la Calle Orozco, y terminó pasando gran parte de su vida en el barrio de San Mamés, a donde se trasladó en el año 65 con la familia García Unzueta, primero, y más tarde con Maricarmen, su ‘compa’, con la que llegaría a celebrar las bodas de Oro. De la calle San Rafael a la calle Ánforas, apenas 300 metros lineales en los que transcurrió toda una vida.

Tuvo diferentes oficios y una extraordinaria capacidad para adaptarse a los tiempos y a las circunstancias. Siendo un crio, junto a dos de sus hermanos pequeños: Chani y Gelo, se acercaba hasta la estación de tren para recoger unas cajas de pescado que después llevaban hasta una pescadería de la carretera Zamora.

Comenzó su vida profesional como chapista, desde bien joven, con su hermano Chani, y como recuerdo de aquella época le quedó la ausencia de la primera falange del dedo anular de la mano izquierda.

Alguien le dijo un día que se le daría bien trabajar de cara al público, tratar con la gente, y tras un breve paso como comercial en una empresa de cocinas, que le obligaba a estar lejos de su casa y de su familia, dedicó gran parte de su vida a recibir a clientes en varias tiendas de electrodomésticos y cocinas.

Terminó por ser su propio jefe, seguramente porque de ese modo no se podía despedir cuando sucedida algo que le incomodaba o le parecía injusto, y acabó haciendo sus propios diseños de cocinas y baños en las dos tiendas que tuvo en la avenida Nocedo. Toda una vida en media docena de manzanas, en San Mamés, el barrio de siempre. Donde crecieron Mayka y Marta, sus dos hijas.

Jojo terminó siendo un saco de anécdotas, esas que el paso de los años y su propia personalidad fueron construyendo sin apenas descanso.

Su religión, el Pana, su equipo de siempre. Que recibió dicho nombre en honor al equipo griego llamado Panathinaikos, seguramente porque encontró en él algo gracioso. Los domingos se jugaba en la Peralina, que siempre se llamó así, aunque primero se jugase en Pobladura del Bernesga y más tarde en Garrafe. Podría haber estado en Pernambuco y habría tenido el mismo nombre, porque la Perala era mucho más que un lugar concreto, era un forma de entender el deporte, la vida y la amistad.

Ocupaba la posición de central y siempre jugaba como titular, que para eso era el míster. Era divertido verle comprometer de vez en cuando a su portero con alguno de esos despejes que él convertía en cesiones a la voz de: «¡portero, tuya!». Expresión que acompañaba con esa sonrisa socarrona tan característica en él.

Su carácter extrovertido, su magnética personalidad y su predisposición para eludir los conflictos le granjeó la simpatía y el cariño de los muchos que le conocieron. Será recordado por sus expresiones desternillantes, ‘calés’ en algunas ocasiones, ingeniadas en otras muchas. Podría haber escrito un diccionario con aquellas palabras: ‘rañadero’, ‘jurdos’, ‘langueta’, ‘murguero’, ‘parienta’, ‘mol’, ‘acais’… y su manida coña con: «“toc, toc, ¿quién es? Soy Vicente».

Tenía la costumbre de agarrar alguna de ellas y no soltarla durante un largo periodo de tiempo. Como si se propusiera exprimir hasta la última gota de jugo, como hacía con la vida.

Disponía de un mote para cada cual convenientemente concebido: ‘Cos’, ‘Triki’, ‘Restri’, ‘Illo’, ‘Telarines’, ‘Eins’, ‘Parlapuñaos’, ‘Esfiri’... Y como su madre, devoraba las novelas de Marcial Lafuente Estefanía. Era persona de usos y costumbres. Disfrutaba como nadie de los pequeños placeres: una siesta, un partido de fútbol, un vaso de vino (a pesar de beberlo siempre con gaseosa, porque así se engañaba argumentando que de ese modo pegaba menos)… Pero, sobre todo, disfrutaba de la vida, de su familia y sus amigos, con los poros bien abiertos sin esperar a saber si mañana sería otro día. Entonces, ya se vería.

Vivió como quiso y dejó vivir, seguramente no haya muchos que puedan decir lo mismo al final del camino. Probablemente porque tal circunstancia únicamente está reservada para personas con un inteligencia emocional superior.

Le echaremos mucho en falta, pero cada vez que nuestra memoria se vea invadida por sus recuerdos, esbozaremos esa sonrisa traviesa con la que acompañaba aquel: «¡portero, tuya!». Así era mi tío: genio y figura.
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