manuel-vicente-gonzalezb.jpg

Un intruso en Extremadura

24/07/2020
 Actualizado a 24/07/2020
Guardar
Nací en Puente Castro, un barrio tradicional de León, y terminé jugando al fútbol como profesional en Extremadura, después de haber pertenecido al Real Madrid, equipo en el que el entrenador apenas contó conmigo para los partidos amistosos del primer equipo. Cumplidos los 20 años, cuatro jugadores de su filial, el ‘Castilla’ (Camacho, Vitoria, Morgado y yo mismo), disfrutamos colaborando en aquellos partidos amistosos de la pretemporada con las figuras madridistas del momento: Sanchís, Pirri, Zoco, Serena, Amancio, Santillana, Velázquez, Gento... Al final, yo terminé jugando en Segunda División con el Getafe, y el futbolista más importante de aquellos cuatro, mi amigo Camacho, se doctoró como figura internacional en el Rel Madrid. En la capital madrileña continué jugando al fútbol, primero en el Pegaso, y después en Segunda División –ya dije– con el Getafe, y compaginando mi profesión futbolística con mis estudios de Periodismo en la Facultad de Ciencias de la Información de Madrid.

Nunca supe ni cómo ni por qué, algún directivo futbolístico del C.D. Badajoz se interesó por mí, y hasta Extremadura llegué, atraído por una excelente oferta económica, convencido de mi inminente regreso a Madrid, donde mi mujer (sabedores ambos de que nueve meses pasarían enseguida) quedaba a la espera, sin dejar su trabajo en la empresa URALITA. La impresión que tuve a mi llegada a Badajoz por primera vez aquel mes de agosto al abrir la puerta del coche, fue el sorprendente golpe de un calor que yo desconocía, y que habría de soportar hasta el día de hoy, como quien dice. En Madrid, y en mayor medida en León, la temperatura no tenía nada que ver con aquel sol abrasador que yo juré abandonar en cuanto jugase el último partido de la temporada. Sin embargo, y por fortuna, no prevaleció mi juramento: me renovaron el contrato tres años más, y fui orientando mi vida hacia el ambiente futbolístico que habría de llenar mi decidido oficio.

Compaginaba la citada profesión de futbolista con mi profunda admiración por el mundo de los libros, y aquí, todavía como futbolista, recibí el ‘Premio de la prensa’ de entonces, con mi relato ‘Vortice’, algo que cambió de alguna manera mi vida, y que me orientó definitivamente hacia el mundo de la literatura. He publicado desde entonces una decena de libros en distintas editoriales, me precio de ser un buen escritor, un mediano pianista y, sin embargo, y pese a lo que para muchos parece una evidente contradicción, entusiasta del mundo futbolístico que practiqué durante casi veinte años (en el Mérida, precisamente, concluyó mi vida de futbolero).

No puedo dejar de lado, después de tanto tiempo viviendo en Badajoz, la facilidad con que adopté el carácter peculiar del lenguaje extremeño, la generosidad de mis amigos para asumir mis costumbres «norteñas», esa naturalidad con que ellos han aceptado siempre mi vocabulario cuajado de «eses» finales y de continuos diminutivos. Lo cierto es que, ahora, durante mis viajes a León, se cuelan entre las conversaciones con mis amigos leoneses, algunos «gazapos» extremeños que, sin embargo, me encantan: «Ven acá pacá». O también: «No amo a mohá», así les digo con acento defensivo para contrarrestar mi (nuestra) peculiaridad leonesa, la de «Nos vamos a mojar». Al fin y al cabo simplezas de vocabulario que cualquiera de ambas partes, estoy seguro, han asumido siempre con satisfacción y, acaso, con jolgorio.

Por lo demás, a veces echo de menos aquellas nieves de invierno leonesas que inundaban toda la calle, y que yo descubría en Puente Castro al amanecer, desde la ventana de la cocina. Bien es verdad que la templanza del clima extremeño en invierno supera en la balanza a la tiritera provocada por el ambiente gélido cuando salía de casa cada mañana en León, un frío de hielo, apenas moderado por el gorro, la bufanda y el abrigo. Quiero decir que me encuentro muy a gusto en Extremadura, pero no sólo por cuestiones climáticas, sino porque aquí encontré la templanza que me otorgaron mis amistosas compañías y, sobre todo, porque aquí viven mis tres hijos: el actor Elías González (estrena, por cierto, en Mérida, este 22 de julio la obra ‘Antígona’), y las trabajadoras emeritenses, Estefanía y Ángela.

Pero cómo no hacer referencia además, en este humilde artículo, a la gastronomía, liderada por el jamón de pata negra que yo no dejo de ensalzar a mis amistades leonesas o madrileñas, ni la plusvalía que supone una región ceñida a Portugal con la intención de poder gozar así de su gastronomía y de la cercanía de sus playas. De todas esas peculiaridades extremeñas he llegado a vanagloriarme. Y además, aquí viven mis hijos, mis nietos, mis mejores amigos; todos ellos exhiben también, con altanería, su naturaleza extremeño-leonesa, la misma que (ensimismado como estaba ante el espectacular ambiente madrileño) nunca pensé yo que iba a asumir cuando llegué, desde León a Badajoz, aquel agosto del setenta y nueve.
Lo más leído