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Un Gobierno feliz

01/07/2021
 Actualizado a 01/07/2021
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El Gobierno quiere hacernos felices. Así de naif lo pregonaron los ministros de Justicia y de Igualdad tras el último Consejo de Ministros. Una intencionalidad que estremece, casi tanto como aquellos que insisten en que al trabajo uno viene a hacer amigos y aquello termina en frustraciones al descubrir que no es posible construir amistad con todo el mundo. El sanchismo propone un gobierno que lleve felicidad a los ciudadanos como último lavado de cara comunicativo de Iván Redondo para esconder bajo palabras bonitas (concordia, perdón o reencuentro) su estrategia de vendedor de zoco de Marrakech para mantenerse en La Moncloa. Esta segunda parte de la legislatura (con los presos indultados, la pandemia mejorando y sin los cuchillos radicales de Pablo Iglesias volando cada día) el PSOE busca promocionar su rostro amable, su buenismo impostado para borrar la aterradora gobernabilidad Frankenstein. Aunque sigan igual de cosidos y desfigurados tras las máscaras.

Sinceramente, no creo que el Gobierno deba hacernos felices. Su misión es trabajar al servicio de los ciudadanos para defender sus derechos y crear las oportunidades necesarias para que cada uno de ellos pueda luchar por tocar esa felicidad, que no hay felicidad permanente. La felicidad como algo perpetuo, exigible y ganado de antemano es la nueva versión del engaño del triunfo por descontado que nos prometieron a mi generación. Una visión paternalista de lo dichoso que acaba en desengaño. La felicidad no es un estado de la materia si no una casualidad eléctrica más o menos habitual en cada biografía. Ni siquiera tenemos la obligación de ser felices (aunque suponga rebelarse a la dictadura de las redes), tan solo deben garantizarnos la libertad para quien quiera intentarlo. «Qué bien se pasaría si no se tuviera que pensar en la felicidad», decía Aldous Huxley en ‘Un mundo feliz’ porque en la ansiedad por atraparla termina perdiéndose lo realmente valioso del viaje.
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