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Un flecha en un campamento

08/12/2019
 Actualizado a 08/12/2019
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Tengo recuerdos tan malos y tan malolientes de los campamentos de Vegaquemada que, cada vez que paso por allí, siento una especie de retortijón que viaja a través del tiempo. Me sucedieron todos los males que le puede suceder a quien se aleja por primera vez de su casa. Así debe de ser como nacen los traumas infantiles que no se terminan de superar nunca. Para empezar, me salieron unas preocupantes manchas por los brazos y, presa del pánico, acudí al médico de campaña, quien, con tanta profesionalidad como educación, le quitó importancia a los síntomas y me recetó un tratamiento intensivo de agua y jabón que dio resultados enseguida. También recuerdo que nos advirtieron tantas veces de que el agua no era potable que sentía en la boca algo parecido a lejía cada vez que me lavaba los dientes. Escribía a mis padres cartas de amor desesperado como si estuviese esquivando balas en el frente, y ellos me decían que estuviese tranquilo porque mi hermano cuidaría de mí. Pero a mi hermano, en los quince días que duró el campamento, sólo le vi una vez: cuando se le acabó el dinero. Me parecieron motivos suficientes para, durante el que llamaban Día de la Familia, emprender un plan de huida encerrándome en el coche de mis padres, desarrollando el llanto perfecto, hasta que mi madre me agarró de una oreja y me devolvió a aquella tienda de campaña cuyo olor, por motivos que no vienen al caso, quedó para siempre grabado en mi memoria. Aparte de hacer pulseritas, nudos en cuerdas, aprender canciones irritantes y marchas marciales, entre las actividades que los monitores organizaban para entretenernos estaba la música. Creo que es el único recuerdo feliz que conservo de aquello. Toda una generación de leoneses descubrimos las canciones de moda bajo la sombra de un sauce llorón, a la orilla del Porma y con Alejandro Díez a la guitarra. Él era entonces sólo un poco mayor que el resto de acampados, con los mismos pantalones cortos y completamente desconocido para la mayoría. Después, comenzó el inesperado ascenso de su trayectoria musical, aunque lo cierto es que, por las pintas, se podría pensar que, en realidad, lo que hizo fue viajar hacia atrás en el tiempo. El éxito puede manifestarse de tantas formas que, precisamente por ello, muchos no llegan a alcanzarlo nunca queriendo atraparlas todas. El de Alex Cooper es evidente: flipado con una música que no era ni de su época ni de su tierra, consiguió lo que nadie podía sospechar, resucitando un estilo que algunos creían caduco para crear el suyo propio, emocionando a miles de personas, poniéndolas a bailar, componiendo lo que hoy ya son himnos, influyendo a muchos de los que hoy se consideran referentes de la música española, sembrando una legión de seguidores por todo el mundo, situando su ciudad en el mapa de la música y, además (lo más difícil), sin perder nunca la coherencia, la humildad ni la elegancia. A pesar de ello, León, como ha hecho con tantos de sus artistas, no le ha dado el trato que merece. No tiene que ver con reconocimientos en los que suele querer más protagonismo quien los entrega que quien los recibe, sino simplemente con el respeto que si alguien se ha ganado aquí es él, la admiración que Cooper recibe cuando se sube a un escenario en cualquier otro lugar. El festival Purple Weekend que nació gracias a Los Flechazos supera ya las tres décadas, a pesar de los esfuerzos que políticos y demás oportunistas han hecho por cargárselo, pero en su división interna, en el enjambre de presuntos inventores que lo rodean, los que quieren ser sus dueños, en su falta de respeto a quien debería ser su gran referente, se encarnan todos los males de esta tierra, que también sigue en pie a pesar de ponerse tantas zancadillas a sí misma.
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