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Un faro en una cuchara

26/09/2022
 Actualizado a 26/09/2022
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Me cuesta mucho desprenderme del ritual matinal de café y tortilla de patata. Cada día llega ese momento de la mañana en el que el cuerpo lo reclama como si fuera una cuestión de supervivencia. No es así, ni mucho menos. Muchos días pasa el momento, rabio y maldigo vagamente, y ya. Sin embargo, tampoco soy capaz de prolongar la abstinencia por mucho tiempo. Creo que nunca he llegado a los señalados 21 días. En una ocasión, en Londres, después de semanas ya de privación, junto con otros españoles, no nos resistimos a ir a comer a un restaurante de comida española. La sensación fue agridulce. Quitamos el mono, pero tampoco lo disfrutamos. Dicen los asturianos que «cuando pasas el Negrón, la sidra avinagra y sabe peor». Algo de razón tienen porque el paisaje también forma del plato, lo que no nos hurta la capacidad de disfrutar de comidas típicas fuera de sus coordenadas naturales. La cocina a la que estamos acostumbrados forma parte de nuestra casa y una receta reconocible en las antípodas nos abre la cancilla a la morriña para que campe a sus anchas pastando en recuerdos hogareños, incluso puede provocar el llanto, la melancolía y hasta una vuelta prematura.

El paisaje, el gusto y la compañía son partes indisolubles de la experiencia. Nunca nos es completamente desconocido quien nos ofrece un bocado doméstico. Llegar y descubrir un menú y un local mínimamente familiar espanta algunos miedos. Para mí es una cuestión engarzada directamente en la globalización, pero todavía hoy profundamente tribal. Es sutil, pero debe ser parecido a reconocer la luz de un faro, aunque sea en el mar cercano, aunque proceloso de Madrid. Aparcar, poner un pie en la acera y ver por el cristal una bufanda del equipo de fútbol de La Bañeza ayuda –obliga, en cierto modo– a rebajar el acelerón que provoca la capital. La Cuchara de Tetúan le cambió la pendiente al viaje con el café, la tortilla y los fareros de Tabuyo del Monte.
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