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Un engaño en toda regla

16/07/2018
 Actualizado a 08/09/2019
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No hay nada que nos asegure que a la política llegan los mejores, ni tampoco hay nada que asegure que la elección de la mayoría, democrática sin duda alguna, apunte siempre en la dirección correcta. Ahí está la historia para demostrarlo. Con todo, por supuesto, uno prefiere la equivocación de muchos al autoritarismo de unos pocos. El problema reside en aquellos que son elegidos democráticamente para luego dedicarse al juego de la intimidación, a las palabras gruesas, a la destrucción de la diplomacia y al abuso torticero de los instrumentos mediáticos (en particular, las redes sociales), con el único fin de confundir a la opinión pública y así lograr que sus propuestas, por mezquinas o estúpidas que sean, se abran camino.

Esto empieza a ocurrir más de lo que en principio cabría pensar, y quizás tiene que ver también con un creciente infantilismo de la sociedad, muy capaz, a lo que se ve, de tragarse engaños toscos que dividen el mundo entre lo bueno y lo malo, sin ninguna gama de grises en medio. Ese brutalismo del que hemos hablado aquí ya muchas veces encuentra terreno abonado en el desprestigio de la cultura y del conocimiento, que es a lo primero que se agarran los que desean medrar a costa de los incautos. Gobernar esquivando los argumentos complejos, haciendo creer a los ciudadanos que nada se consigue sin las adhesiones inquebrantables (aunque sean adhesiones mezquinas), está en el origen de muchos de los males actuales.

Empiezo a dudar seriamente de que estemos construyendo el futuro con las generaciones mejor preparadas de la historia. Será en algunos casos, pero sospecho que esa preparación tecnológica y técnica, que sin duda existe (y que, por otra parte, es inevitable), no se ha acompañado suficientemente de una preparación humanística, artística y filosófica. Esa aberración que consiste en creer que tenemos que preparar a los jóvenes para que triunfen cuanto antes en el mercado mediante destrezas y competencias, casi todas de naturaleza económica, como si no hubiera otros muchos aspectos de la intelectualidad que son necesarios para construir la educación de un ser humano, acabará pasándonos factura.

La crisis con la que hemos encarado este nuevo siglo nos está llevando a un peligroso momento global. Uno puede comprender el desánimo y la indignación, pero lo que ya es más difícil de comprender es cómo ese desánimo y esa indignación se han utilizado, y se están utilizando, para endurecer la vida de muchas personas, para aumentar la atmósfera punitiva, para convertir el mundo en lugar más excluyente, más controlado, más orwelliano, y desde luego infinitamente menos libre y más triste. Se trata de un engaño en toda regla. De una trampa que se alimenta de la indignación, más que comprensible, para hacer que triunfe una política directa, pragmática, maniquea, que no quiere saber nada de argumentos complejos ni de análisis profundos. Al contrario, su éxito se basa en la credulidad de muchos, en la superficialidad y, si es posible, en la ausencia de auténtico espíritu crítico (el cabreo es otra cosa), más allá de tres o cuatro ideas elementales, muchas de ellas creadas artificialmente mediante poderosas herramientas de expansión mediática. Para hacer triunfar esta teoría de la intimidación y sembrar la desconfianza se construye una realidad irreal.

El panorama es complejo y Europa es, sin duda, una de las víctimas principales. Atrás quedan los sueños revolucionarios de los que defendían el arte por encima de todas las cosas, de los que confiaban en sus semejantes, de los preferían la libertad a la coerción. Hay un interés deliberado, un viento mundial, que parece apostar por la vieja idea del otro como enemigo, como competidor, como rival al que es necesario derrotar. Nada de esto es compatible con la verdadera democracia, de por sí un régimen garantista, que defiende el diálogo, el consenso y la tolerancia: sin eso, una democracia siempre dejará mucho que desear. Como hemos dicho en algún otro sitio, la vieja frase de McLuhan, aquella en la que afirmaba que el medio es el mensaje, debe cambiarse ahora por el verdadero lema de estos tiempos cada vez más oscuros: «el miedo es el mensaje».

Es verdad que, cuando así hablamos, pensamos, sobre todo, en la actitud y los gestos con los que el presidente Trump suele moverse allá donde va. Pero no deberíamos ceñirnos a este tipo de política, o lo que sea eso, que tanto daño está haciendo al mundo, pero particularmente, como se irá viendo, a los Estados Unidos. Hay otros muchos ejemplos, quizás menos vistosos. Europa está sufriendo, sin ir más lejos, este contagio de las políticas brutales e intimidatorias, basadas en la ilusión de que las fronteras pueden cerrarse a cal y canto, creando burbujas perfectas de cultura homogénea y bien reglamentada, y sociedades convenientemente controladas e hipervigiladas. Un vistazo a la historia sirve para descubrir qué cerca está todo eso de los momentos más trágicos que ha vivido este continente.

No se espera una actitud bravucona o intimidatoria de un líder mundial, desde luego. No, si tiene la altura suficiente. Pero, como hemos dicho, no podemos asegurarnos de que los puestos de decisión estén ocupados siempre por las personas más capaces, más sensibles o más inteligentes. Lo que uno espera, al menos, es que haya cerca otras personas influyentes y sensatas, seguramente mejor preparadas, capaces de corregir los errores, o de suplir las más graves carencias. Pero si el autoritarismo se abre camino, para demostrar a los incautos que eso indica determinación y arrojo, o liderazgo, los problemas crecen. No hay más que ver el difícil encaje que suelen tener las palabras de Trump en Europa. Se acaba de ver con claridad durante su visita de esta semana. Lo peor del asunto no es ya el tono intimidatorio e irrespetuoso (que recuerda a esos que dicen «esto lo arreglo yo de dos patadas»), sino la tendencia a manejar una idea y también su contraria, dependiendo de qué público es el receptor final. Esa sensación de que el mundo no es ya un escenario líquido, sino gaseoso. Todo depende, nada es del todo verdad ni mentira, nada es sólido ni estable, porque lo único que importa es el mensaje, la transmisión mediática, el tuit, el micrófono, la confusión. En efecto, el miedo es el único mensaje.

Gracias a esta tormenta dialéctica de diseño (que a muchos norteamericanos les recuerda las regañinas del programa de telerrealidad que Trump presentó), no son pocos los que intentan la ganancia para sus propios intereses locales. Si Trump levanta el huracán, apoyado en el lenguaje popular de la televisión que algunos están dispuestos a comprar (tal vez sea el que más han escuchado y por eso les resulte cercano), no hay duda de que se tambalearán muchas cosas que creíamos sólidas. Las sociedades están girando hacia el enfrentamiento, hacia la bronca y hacia la mirada simplista pero brutal hacia los otros. Esta peligrosa filosofía de todos contra todos, de que al enemigo ni agua, de que mi casa es mi castillo, de que cuanto peor, mejor, es la que se ha puesto en marcha con grave peligro. Se trata de sembrar la discordia buscando sacar beneficio: abrir todas las cajas de Pandora, y mirar de reojo a los demás, sobre todo si vienen de fuera. Y, por supuesto, se trata de asfixiar el pensamiento elaborado, y de desprestigiar el conocimiento tachándolo de elitista: quizás mejor utilizar la telerrealidad como herramienta educativa para el pueblo.

Tiene que reinventarse Europa ante esta tormenta de estulticia. Ante el engaño. Es verdad que debe hacerlo a través de su cultura profunda, a través de las herramientas de la civilización inclusiva y del humanismo. Ciencia, educación y tolerancia. Hay que parar el brutalismo.
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