11/11/2019
 Actualizado a 11/11/2019
Guardar
Escriboa bastantes kilómetros de León, mientras cae la jornada electoral como caen las hojas del otoño. Ya el sábado, en el famoso día de reflexión que no creo en absoluto que haya que eliminar (siempre están esos que quieren quitarlo todo), la gente se manejaba con resignación, más que con hastío. El domingo marcaba un nuevo regreso a las urnas, y, bien mirado, aunque votar pueda producir cansancio, no deja de representar lo mejor de la democracia. Cuando esto escribo ya se conocen los datos de participación al mediodía, y hay un descenso, previsible, de entre cuatro y cinco puntos, dependiendo del lugar de España. No parece excesivo, considerando lo que hemos escuchado estos días. No podré esperar a ver cómo termina el día, porque antes he de entregar este escrito para ustedes. Pero, considerando la flaqueza de noviembre, la oscuridad y el frío, el mal tiempo que ha venido a acompañarnos (o el buen tiempo, según se mire, porque la lluvia es necesaria), este ambiente desangelado en lo físico y lo psicológico, tampoco me parece una gran derrota que la participación baje unos pocos enteros. La gente, en su mayoría, tiene paciencia y buen talante, quizás más que muchos de nuestros queridos representantes políticos.

Así las cosas, contemplo cómo el otoño, casi invierno, se va depositando ya sobre todos nosotros. Y toda esta hojarasca se parece mucho al escepticismo. Cuando ustedes lean estas líneas el día electoral habrá pasado, y como se suele decir, si pasó el día, pasó la romería. Aunque no tan claramente. Lo difícil empieza ahora, salvo milagro o sorpresa. La última semana nos acompañó envuelta en algunos debates televisados (uno masculino, otro femenino, digámoslo así) y la verdad es que no fueron para tirar cohetes. No es que esperásemos lo contrario, desde luego. Asistimos una vez más a esa tendencia al monólogo estético, desde el adoquín a mis asuntos. Ese continuo regreso a los temas mil veces tratados y manoseados, a esa letanía agotadora. A esa política obvia, sin creatividad, a la que nos vemos arrastrados inexorablemente. Y lo que es peor: párrafos enteros (a veces leídos directamente de un papel) lanzados en diversos lugares sin cambiar una coma de sitio, un adjetivo, un sintagma nominal. Una letanía previsible, que da por hecho, como hemos escrito otras veces, que ciertas verdades son verdades absolutas, tengan su refrendo en la sociedad o hayan sido originadas a partir de las ingenierías o los mandatos del gurú de turno. No hay nada más irritante que esa perseverancia en el didactismo. Esa costumbre de dirigirnos a todos con un lenguaje de diseño muy poco creíble, al que a menudo se le ven demasiado las costuras. En los debates, los monólogos precocinados triunfan, pero también las preguntas sin respuesta, y abundan esos datos que el ‘fact check’ demuestra tantas veces que no se ajustan a la realidad, sino al lenguaje mitinero. El bloqueo que este país lleva experimentando ya algún tiempo se traslada punto por punto a los monólogos escuchados, se percibe con nitidez en los gestos y las palabras, porque hoy se vive una política de encastillamiento, de freno al contrario, de defensa numantina de la razón propia, que, por supuesto, muchos juzgan como la única verdad verdadera.

Es quizás un reflejo del resto del mundo. Habitamos hoy una atmósfera tensa, hay un aire de intimidación en el ambiente, un autoritarismo verbal que viene de los que se creen en posesión de la verdad y nos repiten todo el tiempo lo que tenemos que creer. Demasiado catecismo político, queridos. Ignoro cuál habrá sido el resultado anoche, pero es probable que nos encontremos ante una situación de nuevo compleja, al menos si se ha cumplido lo que los arúspices leían en las vísceras de las encuestas volanderas. Sucede que las sociedades se han vuelto también más complejas, que la fragmentación es un reflejo de la diversidad necesaria (y lógica: aunque algunos la nieguen), y que la simplificación que tanto éxito tiene hoy en algunas doctrinas para incautos (es increíble lo que se escucha por ahí) no sirve quizás para el conjunto de la sociedad, que prefiere gobiernos de sensibilidades múltiples, donde haya muchos más matices, donde sea necesario acordar, y, por tanto, limar aristas, obviar el trazo grueso y encajar las piezas, aunque cueste.

Ese y no otro es el arte de la política. Pero el objetivo, sólo debería ser la felicidad de la gente. No hay otra cosa. No se puede gobernar envolviendo a la sociedad cada mañana en miedos, temores y frustraciones. Me sorprende, por ejemplo, cómo se insiste, cada vez más, en la prohibición, en el castigo, en la acusación, en la búsqueda de culpabilidades a todo pasto. Los ciudadanos no deberíamos aceptar jamás esta deriva de endurecimiento progresivo de la vida cotidiana, porque se vive muy mal desde el enfrentamiento. La grandeza está en la comprensión. Y en la compasión. Hay que agrandar la libertad, hay que agrandar la confianza. La inteligencia es integradora, generosa, abierta, no impone verdades ni levanta a cada paso el dedo acusador. Estamos en un instante en el que todo el mundo juzga a los otros, a veces utilizando argumentos simples y pueriles, o simplemente interesados. Defendamos la máxima latina de que errar es algo muy humano.

Pienso en estas cosas mientras cae el día electoral sobre nosotros, como las hojas del otoño. Horas después, también, del treinta aniversario de la caída del muro de Berlín. Pienso en aquel logro de la gente, en aquel subirse sobre el viejo muro, aquel golpear de los martillos y los puños sobre el hormigón armado. Alguien dice: «nunca vi a tanta gente feliz al mismo tiempo». Pasan las imágenes, tantos años después, y las siento como si estuvieran ocurriendo ahora mismo. Hay momentos es los que no se puede gobernar desde la desconfianza, en los que es necesaria la altura de miras. Hay momentos en que el oleaje de la felicidad acaba con los brotes del odio. La mezquindad es mala compañía. Me pregunto qué ha quedado de la política generosa, de las mentes abiertas, ahora que presumimos tanto de apertura. En materia de muros, por ejemplo. Vivimos un tiempo de regresión, de vuelta al castillo. El miedo mata la libertad. El miedo nos manipula. Las vallas y las cercas se han multiplicado por tres desde la caída del muro de Berlín. ¿Este es nuestro progreso? En 1989 sólo había dieciséis muros reconocidos en el planeta. Ahora hay, al menos, cuarenta y cuatro (y subiendo, que diría el otro). Y hay otras muchas barreras, mentales, psicológicas, que son las barreras del odio. ¿A qué están dispuestos los políticos de hoy? ¿De verdad hemos avanzado?
Lo más leído