11/12/2019
 Actualizado a 11/12/2019
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En el ángulo noroeste del Jardín de Luxemburgo, en París, aficionados al ajedrez se encuentran a diario sin mediar cita –como el Horacio y la Maga de Cortázar– para jugar partidas o simplemente mirar como juegan otros. Este hechizo se repite cada tarde en otras ciudades alrededor del mundo que cuentan con su santuario al que acuden los fieles de este singular deporte: la Piazza del Fico en Roma, Washington Square en New York, los Baños Széchenyi en Budapest o el lago Shartash en Ekaterimburgo, los dos últimos dentro de agua caliente y helada respectivamente. Nos vamos a quedar en el jardín parisino, siguiendo con respetuoso silencio y expectación el combate que tiene lugar ante el tablero. Los contrincantes son un antipático vejete de unos setenta años que viste pantalón azul y chaqueta de punto con manchas de comida, con las manos moteadas de manchas pardas, el pelo pobre y la nariz roja de bebedor, quien, pese a esta ausencia de aureola, había derrotado a todos los habituales; y el retador, un joven de pelo negro, tez pálida y ojos oscuros e indiferentes. Nadie lo ha visto jugar antes, pero desde el momento en que se ha sentado, los espectadores han presentido una personalidad extraordinaria de dotes geniales y se convencen de que vencerá al vejete. Comienza la partida con movimientos que en cualquier otro hubieran sido juzgados como torpes e inexpertos, pero que, realizados por este jugador al que todos le han atribuido las dotes de un maestro, levantan murmullos de admiración y son valorados como audaces. Sigue la partida con movimientos propios de un ignorante, pero el público enfervorizado los admira como si los viera por primera vez. Y así, hasta la derrota final, derribando despectivamente su rey con un dedo: «Se levantó y, sin dignarse a mirar al contrincante ni al público, se fue sin despedirse». Esta historia, que más que de impostura habla de autoengaño, la cuenta Süskind en ‘Un combate’. Qué bochorno para los admiradores ocasionales que lo habían imaginado como un sabio del juego sin ninguna prueba para ello. Cada uno se va a su casa sin reconocerlo. Sucede con más frecuencia de la que creemos, en todos los ámbitos de la vida, aunque ahora mismo estoy pensando en el de la política, que un bobo engaña a un ciento si le dan lugar y tiempo. Y la semana que viene, hablaremos de León.
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