Os voy a contar una historia de esas que llaman navideñas pero que se produce desde hace meses, en el campus de nuestra universidad, con un banco, unos árboles a su lado y una flor.
Y un recuerdo.
Cada mañana, a primera hora, cuando un trabajador llega a la facultad encuentra en un banco vacío una flor o un ramo a veces un trozo de espino albar, quizá una hoja bonita.
Y a la mañana siguiente había otra. Cuando llegaban algunos alumnos la quitaban para sentarse sin reparar en ella. A veces la llevaba el viento.
El trabajador decidió ir más allá en la historia. Madrugó más y cuando llegó al banco no había ni flor, ni ramo, ni hojas... vacío. Esperó y poco tiempo después apareció un anciano con una flor en la mano, se sentó, posó la flor y estuvo allí un buen rato. Se levantó, se fue y dejó la flor.
Y al día siguiente ocurrió lo mismo. Y cada mañana, a la misma hora, sin faltar ni un solo día.
Hasta que un día se atrevió a preguntarle. «No se moleste, si no me quiere decir nada no se preocupe, pero me tiene intrigado con su ritual de sentarse en el banco y dejar una flor».
Era muy fácil. El buen hombre hizo durante años ese paseo acompañado de su mujer, que había fallecido. Y él siguió con la costumbre del paseo y dejaba cada mañana una flor en el mismo banco en el que siempre se sentaban a descansar un rato y ver llegar a los primeros alumnos. Aunque los alumnos jamás reparaban en ellos. Primera lección perdida.
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