19/04/2020
 Actualizado a 19/04/2020
Guardar
Me llamo Alfredo, soy de Ponferrada, tengo 77 años y me estoy muriendo de coronavirus en el Caule, ese nombre tan raro que tiene el hospital de León. Vivo solo, me quedé viudo hace quince años. No tuvimos hijos, pero sí tengo un hermano que vive en Astorga, y que me imagino estará muy pendiente de mí, de las noticias que le puedan dar los médicos y enfermeros.

Todo eso reconforta saberlo, aunque sirve de poco porque me voy a morir. Y eso que sé muy bien que los ánimos, la fuerza y el espíritu de lucha son decisivos para seguir en la vida. Lo sé bien porque hace años tuve un cáncer muy grave, y aunque pasé momentos de pesimismo y dolo al final pudo con ellos mi resistencia, y la confianza en mi naturaleza. Y me salvé, seguí vivo. Pero ahora las cosas son diferentes: ahora sé que me voy a ir de esta vida, todos los síntomas e indicios así lo apuntan. En esta UCI he visto morir a quince o veinte compañeros. Morir así, aquí, en un lugar que parece una nave espacial, con esos uniformes que llevan los enfermeros y médicos, es algo profundamente triste. Pero llega un momento en que uno se acostumbra a la muerte, la acepta. Decir esto cuando uno está sano y vivo es fácil, puede parecer una pose. Sin embargo, cuando uno está gravísimo y sin posibilidades de curación, salvo un milagro en el no creo, aceptar la muerte tiene otro valor. Y eso que es una muerte inesperada, que se planteó hace apenas hace un mes. Antes yo era un hombre sano, deportista, caminante, y que vivía feliz. Pero he aceptado el infortunio, no queda otra. Y estoy sereno ante la perspectiva de irme. Yo no podía imaginar nunca que aceptaría así los hechos, con esta naturalidad. Pero se ve que la muerte, su inminencia, nos cambia, y yo creo que para mejor, aunque irse de esta vida, tan bella y agradable, sea muy doloroso.

No pienso ahora en las cosas que dejé de hacer, en los comportamientos tal vez inadecuados que tuve con algunas personas, en mis defectos y egoísmos. Eso ahora ya no cuenta, no dice nada. Porque venga la muerte cuando venga, siempre nos cogerá con algunos arrepentimientos y con muchas ilusiones que se truncan. Siempre. Por ahí, nada que lamentar. Ni por ningún otro lado. La muerte tiene mucha fuerza, sabe lo suyo de la vida, y sabe cuidar de los que van a morir, protegerlos. Algo así siento. Y ahora viene el doctor y me mira como a quien ya está fuera de este mundo. Del que aún guardo una bonita memoria. Perder esa memoria tal vez sea lo más amargo de morir.
Lo más leído