08/03/2020
 Actualizado a 08/03/2020
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No hay nada como una hija millennial para ponerte en tu sitio. Para hacerte ver que tu melena de león viejo –que se cae a pedazos, aunque la luzcas con orgullo patético– es un vestigio artificioso. Que tienes los años y los meses o, peor aún, las horas contadas. Que tus gruñidos hace tiempo que perdieron intensidad y vigor. Baja del tren y despliega un aroma que no reconoces y una mirada que deja la tuya llena de asombro, como si te hubiesen pellizcado el alma. Llegas a casa y la agasajas, pero no tardan en surgir los conflictos: que por qué no ayudas a mamá a recoger los platos, que cuándo piensas dejar esos puros cimarrones, que desde cuándo te tiene que explicar con quién embriaga su vida. Aturdido, hecho una madeja de emociones, tratas de conservar la compostura y lo atribuyes a lo que decía Sócrates sobre la corrupción de la juventud, y te preguntas quién diablos ha convertido a tu niña en un ‘gremlin’. Pasan las horas y las aguas vuelven a su cauce, pero en esta tarde leonesa el frío viene acompañado de un conato de melancolía y decidís salir a dar un paseo. Es el Día de la Mujer, se celebran multitud de festejos en la ciudad. Habláis distendidamente y camináis sin rumbo, desgranando cosas sencillas pero esenciales: qué libro estás leyendo, el abuelo chochea pero aún conserva el humor, vaya pesadilla que tuve la noche pasada, me deberías echar una mano con ese rollo de Linkedin, fui a ver ‘Parásitos’. Te paras con ella en un parque, donde un grupo de niños desciende por un tobogán sin que, milagrosamente, su tronco se separe de la cabeza. Hay un puñado de madres cuidándolos, tu hija señala con optimismo a un padre joven que también vela por su pequeña. Entonces cae sobre los dos el rocío fugaz de marzo y cada cual, casi sin querer, se abisma en sus reflexiones: ella parece sentir el paso del tiempo en mi forma sofocada de respirar y yo, sin decir nada, la veo treinta años antes, gimiendo deslumbrada, suplicando que la acompañemos a la terraza, donde acaba de ver algo nupcial y portentoso: en el cielo nocturno de Babia, como una calabaza gigante, asoma una luna roja. «Ahí, ahí!», grita estirando un dedo minúsculo y, por un instante, una magia lunática nos purifica a todos.

Solo quería contar que mi hija ha vuelto a casa y es como aquella noche donde descubrió la luna, que parecía un cielo oscuro dando la vuelta a su vestido y enseñándonos coqueto su forro encarnado.
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