Triunfo de la vida

Bruno Marcos analiza la reproducción del cuadro de Brueghel que se pudieron ver en la plaza de la catedral entre otras del Museo del Prado, cuyo significado se hace más relevante después de la pandemia

Bruno Marcos
07/08/2021
 Actualizado a 07/08/2021
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Ya al final del confinamiento tomé el ‘Decamerón’ y me impresionó el prólogo que leí varias veces. Boccaccio retrata la Florencia del final de la Edad Media asolada por la peste bubónica; él mismo se espanta mientras escribe de los horrores que va describiendo. Admite que pudiera parecer que de tan brutales se inventara los hechos que relata, pero añade que ya le gustaría no haber visto aquel desastre: hasta las bestias que olisqueaban entre las ropas de los recién muertos caer fulminadas en minutos, los cadáveres depositados en el umbral de los portales al amanecer esperando el paso de un carro que los retirara, la escasez de ataúdes que se llenaban con varios cuerpos… «Demás está decir —escribe— que cada ciudadano rechazaba al otro, y que casi ningún vecino se preocupaba de los demás, y que la propia familia no se visitaba…»

Cuenta, por último, que había grupos que, como los jóvenes de su novela, huían al campo, que otros se ocultaban dentro de sus casas, pero que unos terceros, dispuestos a disfrutar de los últimos placeres de la vida, habían compuesto una fiesta móvil que iba solazándose de palacio en palacio.

He mirado mucho también en la pandemia este cuadro de Brueghel cuya reproducción han puesto ahora a los pies de la catedral y en plena calle. Me ha sorprendido que lo seleccionaran para viajar por las plazas de España precisamente ahora que salimos de tantos meses de inquietud. En la página web del Museo del Prado —donde se encuentra la pintura original— se ven ahora las obras incluso mejor que en vivo ya que se puede uno acercar cuanto quiera mediante fotografías de mucha resolución. Yo he explorado este cuadro por todas sus partes, se trata del ‘Triunfo de la muerte’ del año 1562.

En el horizonte es aún de noche y el cielo está iluminado de fuegos, como si estuvieran ardiendo a lo lejos ciudades ya destruidas. Hacia la derecha está amaneciendo y un pájaro negro sobrevuela una franja de mar en cuya orilla hay una nave encallada y medio hundida, cerca de una barca con un hombre que levanta los brazos pidiendo auxilio. Ya en tierra sale de un cementerio un ejército de esqueletos. Varias figuras ahorcadas y otras atadas a una rueda de carro en lo alto de una cucaña. Uno huye desnudo mordido por unos perros, otro ha sido herido de flecha escondido en el interior de un tronco de árbol hueco. Más allá alguien que reza está a punto de ser decapitado. Algunos esqueletos están atareados desenterrando ataúdes de sus fosas y dos han subido a lo alto de un árbol sin hojas, seco y podrido, dos campanas que hacen sonar a muerto. Incluso hay uno que, junto a un grupo de calaveras que van con togas blancas, permanece pensativo. Más cerca, sacan con una red a los que han pescado huyendo a nado. En el primer plano se ve un gran carro de calaveras que guía un esqueleto mientras toca desganadamente un instrumento musical de manivela.

Todo es una gran derrota de los vivos. Ballestas y espadas por el suelo. Un rey con corona, armadura, capa de armiño y toneles de monedas de oro cae abatido mientras un esqueleto didácticamente le explica el ‘tempus fugit’, el ‘finis gloriae mundi’, con el reloj de arena. Los que aún no han muerto huyen a una caja que es una trampa, encima de la cual otro esqueleto toca los timbales del monótono compás del Apocalipsis. Son los últimos momentos, un desierto avanza desde el horizonte asolándolo todo. Sin embargo, al final, en la esquina inferior derecha, como los florentinos de Boccaccio que iban de fiesta en fiesta para espantar la peste, hay una pareja de enamorados ajena al drama. Él toca un laúd y ella sostiene las partituras. Todo lo anteriormente descrito queda fuera de su mirada. Van a perecer pero no lo saben y, por no saberlo, son los únicos que viven. Triunfo del amor, o triunfo de la vida.
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