28/03/2019
 Actualizado a 19/09/2019
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Habías tirado dos dados y en ambos había salido el seis. Pocas sensaciones como la de aquella igualada partida de parchís, que con una tirada maestra te habías encargado de encarrilar. Afrontabas tu tercer lanzamiento consecutivo y, con las matemáticas de tu lado, agitabas confiado el cubilete... ¡Zas! Triple seis. Te pasaste de listo, te pudieron las prisas y volviste a la casilla de salida.

La Nueva Crónica publicó ayer que las casas de apuestas en León se han duplicado en tan solo cuatro años. Alejada de aquella inocencia del parchís, la adicción al juego ha sido definida como la ‘heroína del siglo XXI’. Tal vez exagerado, lo cierto es que hoy también se puede intuir a un tembloroso adolescente, como a aquel chaval de los ochenta que quería pillar, rebuscando a escondidas unas monedas en el bolso de su madre para apostar a una victoria lo mismo del Atlético Astorga que del Zenit de San Petesburgo. Un vicio sin pegatina de ‘fumar mata’ o ‘bebe con moderación’ y para el que no hace falta bajarse al moro, basta con bajarse la app o al ‘luquia’ de la esquina.

Una publicidad omnipresente e invasiva, un silencio administrativo comprado a base de impuestos y una buena aceptación social del juego, son cómplices de que miles de jóvenes endeuden su futuro a diario. Una generación que, con la suerte del principiante del primer seis y con el subidón de adrenalina del segundo, tiramos convencidos el tercer dado. Me huele a que esas historias, más pronto que tarde, terminan como la mía en aquella tarde de parchís.
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