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Tres son los pilares

22/12/2021
 Actualizado a 22/12/2021
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Fernando Pessoa –ese genio triste que envidiaba la felicidad de todos aquellos que no sabían que eran infelices–, definía la civilización occidental como «un conjunto de vegetales humanos que hemos heredado sin querer la Filosofía griega, el Derecho romano y la moral cristiana». Ciertamente, no es el único en considerar estos tres elementos como pilares fundamentales sobre los que se ha levantado este mundo en el que sentimos.

Nadie cuestiona que nuestro intento por comprender la realidad, lo que es y lo que no es, nuestra manera de interrogar al ser y de hacernos las preguntas es griega y también casi todas las respuestas siguen siéndolo. Recuerdo que en mi primera clase en la Facultad de Filosofía, el profesor Quintín Racionero nos recibió con la siguiente afirmación: «Desde Parménides –filósofo griego del siglo VI adC.– no hay nada nuevo».

Todos estamos de acuerdo en reconocer que el inigualable sentido práctico de los romanos y su portentoso don para dar orden hicieron posible la construcción del soberbio edificio jurídico del Derecho, con la misma sobriedad, precisión y belleza con la que levantaron con piedra otras construcciones, cuyas ruinas aún nos maravillan, pero que, a diferencia de estas, se sigue manteniendo en pie y sigue siendo fuente e inspiración del pensamiento normativo, incluso a día de hoy.

Sin embargo, observo una tendencia –no sé si tendenciosa– a silenciar, a orillar, la aportación del cristianismo. Es imposible tejer el tapiz de nuestra sociedad si falta ese hilo. Sin entrar en cuestiones de fe, basta con señalar que es San Agustín quien establece el concepto de persona, la dignidad de la persona como fin en si misma y nunca como medio. Sin esta piedra no hubiera sido posible la más hermosa de las creaciones de nuestra civilización: los Derechos Humanos.

Se preguntarán a cuento de qué les vengo con esto ahora. La respuesta es muy sencilla. A algún «cráneo privilegiado» de la Unión Europea –que a veces me recuerda a Icona y otras al Castillo de Kafka– no ha tenido pudor en recomendarnos a los ciudadanos que mejor felicitemos ‘las fiestas’, en lugar de desear una feliz ‘Navidad’, en pro de no sé qué historia de inclusión. Y se ha quedado tan ancho, el tío.

Como no suelo hacer caso a necedades, aprovecho estas líneas para desearles, mis queridos lectores, una feliz Navidad.

Y la semana que viene, hablaremos de León.
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