08/04/2018
 Actualizado a 19/09/2019
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La historia del teatro universal, y especialmente la comedia, está llena de tramposos. De personajes tramposos quiero decir. No hay más que pensar un poco para que a una le vengan a las mientes un título detrás de otro. Da la impresión de que a los hombres a lo largo del tiempo (y mira que ha pasado ya tiempo) siempre nos ha parecido gracioso el modo de actuar de aquellos que han hecho del engaño su oficio. Desde luego, eso es lo podemos deducir de las comedias griegas y latinas donde incluso los dioses aparecen como embrolladores, fulleros y embaucadores. Se me ocurre, sin ir más lejos, el ejemplo plautino de ‘Amphitruo’ en el que nada es lo que parece: los dioses Júpiter y Mercurio (que podría ser descrito como un correveidile) se las apañan para engañar a los demás personajes de la obra suplantando su identidad y recurriendo a procedimientos como alargar fraudulentamente el tiempo en que ocurre la acción. La pobre Alcmena, como no podía ser de otra manera, es víctima de un engaño colosal protagonizado por impostores del que, al fin, tiene incluso que dar explicaciones. Pero, aún hoy, el ‘Amphitruo’ sigue siendo ejemplo maravilloso de tragicomedia, pues así fue como Plauto, en boca de Mercurio, la bautizó a pesar de que actualmente el término lo usemos con un sentido algo diferente. Una comedia, aunque menos divertida, es ‘El Tartufo’ de Molière donde también hay engaño: el ladino Tartufo consigue que Orgón y Madame Pernelle terminen siendo ridículos (palabra que proviene de risa) personajes incapaces de ver la realidad. Y así ha sido como en castellano hemos terminado denominando, tal como recoge el diccionario, a la persona hipócrita y falsa. En fin, siempre ha habido tramposos, embrolladores, embaucadores, estafadores, impostores, timadores, cucos o fulleros. Pero algunos no resultan nada divertidos porque no son personajes de una comedia (la comedia humana, ya nos lo enseñó Balzac, es otra cosa) o, porque siéndolo, resulta que nosotros (o sea, el resto) somos los engañados. Sinceramente, sin necesidad. Yo pensé que ya se nos había pasado la necesidad de un título que avalase nuestra preparación pero no: lo único que se necesita es un título, incluso aunque no nos prepare. En esta sociedad en la que todo se compra y se vende por Internet, esos títulos son de fácil acceso. Apenas se necesitan dos cosas: dinero y un poco de suerte. Pero, ¡ay!, si tientas demasiado a la suerte puede resultar un fiasco. Un culebrón en el que políticos, catedráticos, rectores, pupilas y presiones son protagonistas indiscutibles. Un culebrón no es una comedia. ¡Aristófanes, lo que te estás perdiendo!
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