23/10/2020
 Actualizado a 23/10/2020
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Hace ya un tiempo que no se puede salir de fiesta por la noche. Hace bastante más tiempo más que un servidor no frecuenta las madrugadas. Lejos quedan aquellas noches en las que ni siquiera hacía falta tener compañía para salir. Bastaba con sentarse en la barra de mi añorado Geppetto y pedirle a Pablo un Barceló con Coca Cola. A partir de ahí la noche siempre proveía y lo cierto es que siempre lo pasaba bien, hasta el punto de sentir que cada fin de semana en el que no salía por la noche suponía perderse algo. Al final, después de trabajar en diversos garitos y pasar de disfrutar la noche a sufrirla, fui consciente de que realmente la noche que no sales nunca te pierdes nada.

Sin embargo, una de mis máximas cuando salía era regresar a casa siempre antes de que saliera el sol. Quizás era una forma de autoengañarme pensando que acostarme antes del amanecer iba a reducir las posibilidades de sufrir una terrible resaca a la vez que sentirme mejor conmigo mismo ante la posibilidad de ser juzgado como un desecho. En la práctica, ese toque de queda – precioso conjunto de palabras que nos deja nuestra bonita lengua – autoimpuesto solo tenía que ver con la imposibilidad de dormir la mona si entraba un rayo de sol por algún resquicio de la habitación.

En cualquier caso, ahora que precisamente el toque de queda parece ser la solución a todos los males, a mí me viene a la cabeza la cantidad de malas resacas que he pasado. Confío más en la lluvia y el frío que en la capacidad de aplicar un toque de queda efectivo y, por supuesto, muchísimo más que en la responsabilidad de nuestros queridos conciudadanos, muchos ya pensando en que si te quedas a dormir en el piso al que vayas de fiesta no hay opción a la multa. Si es que ya lo dicen por aquí, «¡Qué será de nosotros todo el invierno!».
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