26/12/2014
 Actualizado a 17/09/2019
Guardar
Yo nunca había visto una ciudad tan radiante. En aquella noche de Navidad, las luminarias de la Gran Vía insuflaban un amigable calor humano, aquella intensa luz creaba artificialmente algo parecido al ‘espíritu navideño’. En realidad, la ciudad sufría un severo temporal de frío ártico. Tan hipnotizado estaba por la iluminación que apenas vi aquel hombre en el suelo. Nunca había visto un hombre tan sólo y desguarnecido, pareciera que tuviera el frío metido en los huesos. Nguto, supe más tarde que se llamaba así, había intentado ganarse la vida como ‘top manta’ sin ningún éxito.

Por las páginas de sucesos del diario local me enteré que Nguto llevaba sólo unos meses en la ciudad. Había escapado del País Dogón malinés cuando su aldea fue quemada por un comando de yihadistas. Nguto era artesano y líder local. Los dogones fueron siempre un pueblo indómito, salvaje. Nunca se dejaron islamizar, mantuvieron fieles sus ancestrales creencias animistas.

Nguto era un reconocido tejedor en su tierra. En el país Dogón los tejedores forman parte del paisaje. Parece que tejieran el cielo, sus tejidos son de un brillante azul índigo. El color de los sueños, de la quietud, de la paz. Cuando huyó sólo pudo llevar una manta índigo que el mismo había tejido. Una manta que fielmente lo acompañaría por un periplo infernal hasta llegar el monte Gurugú y saltar la valla de Melilla. Sí, Nguto fue capaz de superar la valla pero no sabía que en la esperanzadora Europa no encontraría más que pobreza, marginalidad y criminalización.

En Madrid no halló la forma de ganarse la vida. Su única salida fue ser un vendedor furtivo y ambulante, un mantero al que nadie respetaba. Nunca superó el dolor del emigrante, no pudo olvidar aquella vida de tejedor. Nguto era conocido en las calles por aquella manta azul sobre la que colocaba sus ‘ilegales’ mercancías. Aquella manta resumía la esencia de una África postrada bajo el poder de los mercados y las injusticias. A pesar de su esfuerzo, para Nguto la pobreza fue finalmente insoportable.

Aquella noche de Navidad fui yo el que descubrió a Nguto en el suelo. Levanté la manta que lo cubría. Parecía estar dormido, estaba pálido, tenía labios y orejas azulados. Apenas se escuchaba su respiración. La manta africana que siempre lo había acompañado lo abandono por primera vez, no pudo protegerlo del insoportable frío polar. Cuando el 112 se llevó a la morgue a Nguto se olvidó recoger su manta azul. Recogí la manta como el que recoge un tesoro y limpié aquellas lágrimas que súbitamente habían inundado mi rostro.
Lo más leído