02/06/2021
 Actualizado a 02/06/2021
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Al abrir el portón de El Aleph aquella mañana de hace ahora diez años, no fueron los árboles lo primero que vi, sino la sillas que de azul había pintado el día antes. Recostadas contra la pared, disfruntado del primer sol, me transmitieron una especie de calma, de serenidad impropia de los objetos cotidianos, tuve la intuición de que ellas participaban de un sentido que yo ignoraba. Con la decisión de quien presiente un descubrimiento, me senté a la mesa y escribí sin levantar el boli del papel un relato sobre ellas: Los tres ulises. Con la satisfacción del trabajo comenzado y concluido, salí al porche y levanté los brazos hasta alcanzar la viga de madera en la que está grabado ‘Omnia vincit amor’. Fue entonces cuando Toño apareció por el camino con el carretillo y un barril de mahou. Una sensación de calidez y gratitud, como una brisa luminosa, me embargó cuerpo y ánimo. Era felicidad. Un instante feliz.

Uno no es feliz a todas horas ni todos los días, pero encontrarte con Toño, saludarlo al verlo subir corriendo al monte, o tomar un botellín con él siempre tenía un efecto de bálsamo, porque su sonrisa, natural y fresca como el agua de un arroyo de montaña, resfrecaba, tonificaba el alma y se llevaba las malas arenas.

Una tarde de hace quizás más de treinta años, no sé cómo, Jorge nos convenció para formar un grupo de música. Dejamos la piscina y nos fuimos a una casa de persianas bajadas. Encontré el Blues de la escalera, de Gamoneda. Aquí tienes la letra. Jorge le puso música. A nosotros el proyecto nos duró aquella tarde. Pero Jorge siguió, siempre lo tuvo claro. Jorge era músico desde que se levantaba y no dejaba de serlo ni cuando soñaba. A veces parecía que a Jorge le resultaban extrañas las palabras, pero era porque él hablaba con su guitarra. Y hablaba tan bien. Te contaba tanto.

El dolor de este golpe tan brutal que se ha llevado a Toño y a Jorge me lleva a pensar que algo mío muere también con ellos. Pero me niego a aceptar que todo se tan absurdo como un lapicero con la punta rota. Este mismo dolor es el que me deja entrever la verdad de que algo de Toño y de Jorge puede seguir viviendo en nosotros. Sonreir incluso cuando nos estemos abrasando por dentro y poner la pasión en todo lo que hagamos será el mejor homenaje que podemos hacerles a Toño y a Jorge, dos personas que en su sencillez supieron ser excepcionales.

Jorge, Toño, estoy seguro de que volveremos a sentarnos con vosotros en esas sillas que hoy parecen vacías.
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