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Tipos tópicos: el cacique abanderado

01/07/2018
 Actualizado a 18/09/2019
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En contrastar biografías ilustres muchos han buscado el elixir de la virtud o la amonestación del vicio. No se irá tan lejos aquí, pero entretendremos la canícula lectora con la ilustración de una serie de tipos que no por tópicos dejan de ser ejemplares. De ejemplaridad inversa. Les reconocerán por doquier, incluso íntimamente, porque en algún momento quizás fuimos así, aunque no lo reconozcamos. Protagonistas fugaces, si no debemos censurarles individualmente, pues hacerlo tal vez fuera grosería más grosera que las suyas, al menos podemos fijar sus rasgos para un hipotético salón estival de la ignominia. Comencemos.

Desde el madrugón de los tiempos, el cacique fue un producto patentado y exportado del vivir hispánico. Sin embargo, si antaño no precisaba de avales o coartadas para ejercer su arbitrio –el mando se le suponía como el valor en la mili– hoy día requiere capotes para la misma faena. El más común, la banderita.

Se le ve venir: espécimen de tronco añoso aunque se camufle en la fronda de las siglas y los votos. Es, como fue siempre, un tipo sin educación y sin complejos, que manda mucho y grita mucho: yo pago tu sueldo, aquí se hace lo que yo diga... Lecciones gratificantes y pedagógicas de toda la vida. Como antaño en los feudos, pretende que los votos que su partido tuvo sean sus mesnadas personales, ariete de sus rabietas. Acude a plenos o reuniones maldiciendo a gente que no está presente o no puede defenderse, con esa chulesca cobardía para la que está dotadísimo. Antes, durante y después vomita cual gárgola sus tremebundísimas amenazas ensayando arredrar a quien no se pliegue ante sus justos reclamos y marcial arrogancia. Porque manda (insiste). A menudo no tiene oficio ni beneficio y ha llegado donde está a base de flexionar la espalda y cambiar de chaquetilla según fuera necesario para mantener privilegios que estima suyos de natural. Enfundado en banderitas y arengas, custodia gallardamente identidades y purezas comarcales, nacionales o mediopensionistas, qué más da. A veces la aritmética política le convierte en necesario y, entonces, el drama (y la comedia) se intensifican. En cuanto huele elecciones, desempolva viejas y supuestas afrentas para disimulo de holganzas y, ofendido por estribor y por babor, arremete como pollo descabezado contra lo que sea con tal de aparecer en los papeles, aunque sea como la máscara ridícula que es. De nada sirve que se sepa que miente y las maneras tabernarias que le afean hasta los suyos. Qué más da. Alterna necedades y tópicos, falsea datos a fin de obtener réditos personales en su escalada a la propia conveniencia y provecho. A base de sentencias que revelan su catadura y la confusión en la que pesca, borda el papel que tan bien interpreta: el bufón malencarado. Es pintoresco.

¿A qué dedica el cacique abanderado el verano? Toma bebidas isotónicas (con gin) y se hace de cruces con sus estandartes y sus soflamas a la sombra.
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