17/02/2019
 Actualizado a 18/09/2019
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Tinnitus. Acúfeno. Una broca entra por el oído izquierdo taladrando lo que encuentra a su paso y convirtiendo el cráneo en una inmensa caja de resonancia. Inmensa por razones obvias. Desesperación. Vértigos. Cierro los ojos y doy vueltas. Los abro y da vueltas mi alrededor. No lo pienses, dice el otorrinolaringólogo. Piensa en otra cosa. No pienso en el ruido, no pienso en el ruido: pienso en que me estoy quedando sordo. La sirena de una ambulancia me resulta demasiado parecida a una puñalada. Ganas de matar a los que vocean. Ganas de matar a las abuelas que chillan a sus nietos. Ganas de matar a los conductores de los coches que pasan por mi calle a escape libre. Ganas de matar en general. Desarrollo un lamento adecuado, el llanto perfecto, ni muy lacrimógeno ni muy digno, y le cuento mis penas a un amigo. ¿Dónde están mis amigos?, me pregunto como hacía Robe Iniesta hace veinticinco años y como debe de estar haciendo Pablo Iglesias ahora mismo. ¿Fueron amigos alguna vez? No doy con el interlocutor adecuado: cuando le detallo el pitido que me tortura desde hace años y que me enloquece desde hace algunas semanas, resulta que me contraataca contándome sus propios males, por los que nadie le había preguntado. Odio a la gente así. Sólo buscaba un poco de compasión, compresión, si acaso una fugaz inmersión en el victimismo, palmaditas en la espalda, un «ay, pobre»... No tenía ningún interés en saber que cada vez que coge un catarro se le complica con infección de oídos y que le suenan burbujas en el tímpano y que eso ya le pasaba a su madre porque es hereditario y no sé cuántas cosas más. ¿A mí qué coño me importa? Me molesta su voz. Me pita más el oído. Recuerdo al otorrino: no lo pienses. No lo pienso. Pienso en el puto otorrino y en lo fácil que lo ve todo. Pienso en que tengo que controlar la evidente irritabilidad que me está generando todo esto. Busco otra víctima a quien contarle mis penas y, si no las quiere escuchar, que por lo menos que me hable de fútbol o de restaurantes para evadirme un poco. Estoy dispuesto a interesarme en Masterchef si fuera necesario con tal de desviar la atención de esta condena de vivir a bordo de una nota desafinada. ¿Se me estarán acoplando las neuronas? Topo con el típico gilipollas que, como no sabe qué decirme, asegura que si me pitan los oídos es porque están hablando de mí y, si en concreto me pita el oído izquierdo, es porque están hablando mal, que me tienen envidia. Menudo consuelo de mis cojones. ¿Nadie le ha dicho que cuando uno no sabe qué decir lo mejor que puede hacer es callarse? Parece que no voy por el buen camino en lo de controlar la irritabilidad. En mi cerebro se van superponiendo cantos de grillo y el que va a terminar como una grulla soy yo. Preferiría tener un brazo roto y que al ver la escayola todo el mundo supiera de mi tara, así me evitaría esas miradas punzantes cuando cuento mis penas. No lo pienso, no lo pienso... pero no puedo pensar en nada más. Trato de escuchar música pero el pitido se cuela por encima de todas las canciones, por encima de estas letras también. Me despierta a medianoche como si saltara una alarma en mi cabezón. El viernes, al amanecer, amaina. En vano trato de contener la euforia, pero de pronto aparece en la televisión Pedro Sánchez anunciando que este año la Semana Santa va a ser de santa campaña y que cuando acabe volverá a empezar y durará dos meses. Vuelve el ruido, furioso, con saña electoral. Creo que el tinnitus se puede convertir en una cuestión de Estado, un problema para la sanidad pública, porque no soy el único que ha perdido el derecho al silencio. Os deseo mucha suerte para controlar la irritabilidad social.
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