13/12/2018
 Actualizado a 16/09/2019
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Llamadme, una vez más, viejuno, pero estoy en contra de las grandes superficies, de los centros comerciales y de los supermercados de barrio. Echo de menos las tiendas pequeñas y especializadas, las viejas tiendas donde te trataban con un lujo y una cordialidad que, evidentemente, ha desaparecido en estos grandes complejos antes mencionados. Es lógico que suceda así, porque es imposible recibir con una sonrisa y un «¿que desea usted?» a toda la gente que se atropella en las puertas, en los pasillos, en los rincones más recónditos de éstos centros, incitadores al consumo más deshumanizado. Cuando era un niño, iba a la tienda de Placi o de Rufino porque me habían mandado comprar un kilo de cualquier cosa y sólo compraba un kilo de ese producto. Ahora, ¡con la edad que tengo!, voy al supermercado a comprar unos garbanzos, mismamente, y salgo con una bolsa llena hasta los topes. Es, claro, un error, porque, mucho tiempo después, haciendo limpieza en las estanterías de casa, me encuentro con paquetes de cualquier cosa que están a punto de caducar. Es lo que tiene éste sistema capitalista en el que vivimos, en el que te hacen consumir por el mero hecho de consumir. Y no es cierto que las viejas tiendas del pueblo o de los barrios de la ciudad estuviesen desabastecidas. En la de la ‘Herrera’ de Villafruela, (la madre de Juventino), podías encontrar prácticamente de todo. Recuerdo un día que me quedé sin gasolina y andaba rezongando yo de quién coño me llevaría hasta la gasolinera del Puente. «¿Qué te pasa?, –me preguntó mi suegra. Se lo explico. ¿Sólo es eso? Anda, vete a la tienda de la Herrera y ya está». Me extrañó, claro, pero fui y compré una garrafa de cinco litros, un poco más cara, la verdad, pero hechas las cuentas salí ganando. Tenía, la buena mujer, una especie de bazar, como los de los chinos, pero en un pueblo de ciento cincuenta o doscientos habitantes. Y con la ventaja de que podías ir en cualquier momento, incluso después de que hubiese cerrado. Además, y esto también es muy importante, las tiendas eran preciosas. Si alguna vez vais a Boñar, no dejéis de ir a ver una tienda que se halla en la plaza, al lado de la iglesia. La tienda es una mercería, juguetería, centro de estética, almacén de calzado y ropa de señora y caballero. No tiene nombre, pero todo el mundo en la zona la conoce como ‘la tienda de Preciosona’. No me preguntéis por qué; no viene al caso. Sólo por ver el mostrador y las estanterías de madera de roble o de haya, merece pena visitarla. Y, encima, los precios son mucho más baratos que los de su competencia en la capital.

He visto varias más a lo largo de la provincia. Una de Cistierna, en la que venden telas, retales y similares que es una maravilla. Tiene, también ella, más años que la orilla del río. Está en la calle principal del pueblo, a veinte metros del Moderno. O una ferretería fantástica en Cea, justo debajo de lo que queda del castillo y que te deja con la boca abierta. Y una en Villafranca, en la calle del Doctor Arén, que es pequeña y coqueta, atemporal, parecida a la que vendía las varitas mágicas en las películas de Harry Potter.

Aquellas tiendas fijaban población, creaban empleo en muchos casos, se abastecían normalmente en la comarca y atendían a las necesidades de la gente del pueblo muchas veces de fiado. En aquellas tiendas, seguramente, no se ganaba el dinero en proporción a las horas que hacían los propietarios y empleados, pero era lo que menos importaba. Desgraciadamente están desapareciendo casi todas. No pueden competir con los precios de las multinacionales y las grandes cadenas; es imposible y han tenido que cerrar una tras otra. No queda, en este mundo nuestro, sitio para el romanticismo. Pero me molesta y me subleva que ocurran así las cosas, me pone triste ver como Vegas, a día de hoy, no tiene ninguna tienda y sólo un bar, cuando hace cuarenta años, (en términos históricos, antes de ayer), había abiertas cuatro de ultramarinos, dos carnicerías, una mercería, dos bares, una peluquería y una sastrería, para un pueblo, en aquella época, de setecientos habitantes como mucho. No hablo de Gradefes, Cistierna, Riaño o Mansilla, que, aunque cabeceras de comarca, han visto morir, uno tras otro, a la mayoría de sus establecimientos. Es volver siempre a lo mismo, es hacerse siempre la eterna pregunta: Qué fue antes, ¿el huevo o la gallina?, ¿los pueblos se están quedando vacíos de gente, (nunca de fantasmas), por qué no hay servicios o no hay servicios por qué no hay gente?

Una vez, en el programa electoral de un amigo que se presentó a Alcalde, logré meter, (a calzador), una propuesta de cooperativa de consumo para el ayuntamiento. Por poco no nos corrieron a gorrazos... Salud y anarquía.
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