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Tiempos coviranos

30/05/2020
 Actualizado a 30/05/2020
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Érase una vez un tiempo en que la noche vino a cernirse sobre la tierra. Una insólita pandemia vírica encerró a sus habitantes en sus casas y una incesante ‘infodemia’ amplificada a través de las pantallas de sus móviles y televisores les infringía a cada minuto torturas infrahumanas. Pero los ‘pantallizados’ ciudadanos no podían desconectarse. Era la única manera de mantenerse vivos en un mundo que solo de ese modo digital podría seguir girando. Tiempos de silencio enmascarado en que las caricias, abrazos y besos podían impactar letalmente en los cuerpos de los seres más queridos. Y las calles registraban ostentosamente el ruido de los pasos entre aceras mudas y carreteras semisilenciosas. Dentro, en el calor del hogar se fortalecían lazos entre las papás, mamás y los niños y los abuelitos contemplaban entre lágrimas y líquidos cristales los últimos progresos de sus nietos.

Tiempos en que los resucitadores de la salud se veneraban como salvadores laureados por los aplausos que al filo de la tarde nos permitían conocer y reconocer a los vecinos del balcón de enfrente.

Aquellos días en que todos nos convertimos en niños de pijamas de rayas con contenidos aires de Ana Frank, vigilados por los guardianes ‘balconiles’ de una alarmada Gestapo. Mientras en palacios lejanos la muerte poblaba la pista expulsando a los danzarines alados.

Fue entonces cuando comenzaron a surgir núcleos de sedición y la rebelión en la granja canjeó aplausos por caceloradas callejeras. Eran los orgullos de unos y los prejuicios de otros amplificados por aquella alarma prorrogada que trajo de estrella invitada a la incertidumbre sanitaria, académica y económica. En muchos hogares se instaló la miseria y el hambre. Sonaban ecos de guerra y posguerra. Y el virus gran hermano pobló la faz de la tierra.

Pero la primavera avanzó, las cifras comenzaron a serenarse y los silencios vespertinos se poblaron de los ruidos cómplices de los juegos de la edad temprana que reinauguraban las ciudades con olor a limpio. Las grandes arterias urbanas se despejaron de coches y los ciudadanos a prudente distancia salpicaron de vida las urbes dormidas hasta entonces custodiadas por gatos callejeros y aves extrañadas de la ausencia de los habituales. En las terrazas los jóvenes despreocupados relajaban las medidas mientras las cámaras indiscretas de los corresponsales caseros de Reuters captaban instantes clandestinos para pasárselas a los medios como ejemplo de inconsciencia.

Repuntaban las buenas noticias. Fue entonces cuando comenzaron las fases y desfases hacia lo que se dio en llamar la nueva normalidad.
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