27/09/2018
 Actualizado a 19/09/2019
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Estoy otra vez a vueltas con lo del cambio climático. Llamadme pesado, que lo soy, (y no sólo metafóricamente), pero es que cada día que pasa se hacen más palpables y evidentes sus efectos. ¿O es qué lo que ha pasado éste verano con sus tormentas mil no es una manifestación esclarecedora de que el tiempo está mal loco que una cabra de la Región de Murcia? Otra prueba: éste año no hay casi miel, y demuestra que las abejas, (seguramente el bicho más listo y laborioso de la Creación), tienen la picha hecha un lío y se han declarado en huelga de alas caídas. Llamadme pesado, ya os digo, pero no hace que el acojone que tengo mengüe a la velocidad que lo hace el agua embalsada en los pantanos que nos legó Franco, cuya alma guarde el diablo, porque su cuerpo corrupto está buscando nuevo acomodo por el Cristo que se ha montado en su ostentosa guarida del Valle de los Caídos. (Ya dejé dicho, hace dos semanas, que en Vegas estaríamos encantados de acoger sus restos, mayormente para reactivar nuestra paupérrima economía ). En fin, será cuestión de tener paciencia, que muchas veces lo mejor es dejar que pasen las cosas sin hacer nada; llamadlo fatalismo o ‘doctrina Rajoy’, pero se ha demostrado que todos tenemos el destino escrito en el cuello, cómo si fuese un tatuaje, y que no se puede luchar contra sus designios.

Está tan loco el tiempo que ésta provincia está a punto de perder una de las cosas por la que cualquier otra provincia, (pongamos, por ejemplo, Valladolid), mataría: el espectáculo del cambio de color de las hojas de las hayas o de los robles en cualquier valle de nuestra montaña. Otros años, a estas alturas, ya se había iniciado la metamorfosis y éste no, corriendo el riesgo, si sigue el retraso, de que vengan las lluvias otoñales y las primeras heladas y nos quedemos sin admirarlo. No es baladí lo que os cuento. En los estados más al norte de Nueva Inglaterra (Vermont, Maine y New Hampshire), en el otoño, las colas de turistas que se acercan a observar el fenómeno hace que sea una de sus principales fuentes de ingresos. Sé que es malo hacer comparanzas, lo sé de sobra, pero no hace que me sienta menos desilusionado al darme cuenta de que aquí somos unos dejados de la mano de dios y que, además, no somos capaces, nosotros mismos, de ir a ver y admirar un suceso de la naturaleza maravilloso y que no cobran por verlo. ¡Cómo para vendérselo a los madrileños, andaluces, manchegos o portugueses!, ¡nos ha jodido mayo con sus flores!

Si León es tan hermoso no es por nosotros. Nosotros, por desgracia, lo envilecemos y lo estropeamos. Es gracias a la madre naturaleza o a Alá que lo acabó en el último día de la Creación, casi sin tiempo, para encontrar un lugar en la tierra donde poder descansar y desconectar de tanto estrés. No tenéis más que ir, (si la carretera está en condiciones), al Valle del Silencio para daros cuenta de que lo que digo no es una ‘boutade’ nacionalista y de la UPL. Es, simplemente, una realidad que cualquiera puede observar sólo moviendo el culo del sofá y gastando, eso sí, un poco de gasolina.

Acabamos de entrar en el otoño, la estación más bonita del año en León. Es la estación de la abundancia, en la que se recogen la mayoría de los frutos que nos permitirán pasar el, habitualmente, gélido y desapacible invierno. Las uvas se están convirtiendo en vino, amigo del hombre, liberador de penas; en el Bierzo y en los Oteros apenas quedan ya racimos en las vides y sus hojas, igual que las de los árboles, comienzan a tornarse en amarillas y moradas, dando a los campos una policromía que no tiene nada que envidiar a los cuadros y a las pinturas que hicieron en su día los maestros barrocos o impresionistas. Da gusto ver las vides de Valdevimbre o de Valtuille en ésta época del año. Luego vendrá la recogida de las patatas, de las castañas, el asado de los pimientos y, por fin, como culminación del año, la matanza del gocho, hermano nuestro, aliviadero del hambre, gloriosa expresión de la evolución humana... Nada más tentador y satisfactorio que comer, a la abrigada de la solana de un patio o en el comedor de una tasca, un glorioso botillo con berzas y patatas y beber una cantidad apropiada, ni poco ni mucho, de un vino joven del Bierzo, impetuoso, fresco, oloroso y un tanto ácido. No os cuento si tenemos la suerte de hacer el honor a estas viandas mientras admiramos el Pajariel o Peñacorada o la Peña Susarón... Entonces comprenderemos que, aunque nos pese, somos unos privilegiados, unos hombres, (y mujeres), con una suerte inmensa y llegaremos a la conclusión, si no somos idiotas, de que tenemos la obligación de intentar no joder demasiado lo que tenemos a nuestro alrededor, que para eso está el tiempo.

Salud y anarquía.
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