17/02/2023
 Actualizado a 17/02/2023
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Una huerta cuidadina, tres invernaderos, un manantial. Un centenar de personas, la mitad niños, colores ácidos en la ropa, cortes de pelo extravagantes, alguien toca una guitarra, montones de comida sana, basuras separadas para reciclar, una gran hoguera con leña de laurel y una parva de cebolletas –calçots– para asar. ¿Es una merienda campestre? Es una calçotada a los pies de la sierra de Madrid. Pero ¿de quién es la huerta? De todos. Esto es territorio CSA. A ver, que lo explico.

Una CSA es una Community Supported Agriculture, un sistema de agricultura alternativa que pone en contacto a consumidores con agricultores. Tú te suscribes a una CSA pagando una cantidad mensual y recibes a cambio una cesta de productos de la huerta. En esta, son dos cestas al mes en invierno, y una a la semana en verano. Pero va más allá de ese intercambio: es una forma de hacer comunidad. Porque suscribirse a una CSA implica trabajar un día la tierra cada x tiempo –en este caso, dos meses y medio– y también colaborar en el reparto de los productos. Aquí hay dos agricultores, uno a punto de jubilarse, que lleva más de una década, desde que empezó la CSA, y un joven que acaba de entrar. Reciben un sueldo y son los que organizan las tareas y dirigen a los voluntarios, no vaya uno a ponerse a cavar y agujeree una cebolla. «Yo soy británico, de cerca de Londres, en España desde hace media vida», me cuenta un tipo alto que lleva un porrón como bandera. «Elaboro mi propio vino, natural, sin sulfitos», dice y me tiende el porrón. Un hilillo de vino se me escurre por la barbilla. Parece mentira que yo sea nieta de agricultores. Otra señora, cerca de los 80, pelo corto blanco, deportivas y sudadera flúor, baila junto al guitarrista. «Llegué a este pueblo hace 50 años con mis hijos. No me gusta vivir en la ciudad rodeada de vecinos. Cuando mis hijos se fueron me quedé sola en medio del campo, y tan feliz». Entre el público hay guionistas, artistas, artesanos, escritores, traductores y personas con oficios evanescentes e inconcretos. Teletrabajan la mayoría. O van y vuelven a Madrid. Pero este lugar parece tan lejos de Madrid como lejos de la vida real rural. ¿Qué pensarían mis abuelos de esto? Aquí trabajar el campo es una fiesta. Para mis abuelos era una labor dura, durísima. Heladas en invierno, parideras de madrugada, sacar agua del pozo con la noria, trabajar, trabajar y trabajar. La vida urbana nos ha absorbido tanto, que cualquier atisbo de naturaleza nos subyuga. Y está claro que esta comunidad ha encontrado su felicidad junto a una huerta.
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