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Terremoto: pongamos que hablo de Madrid

15/03/2021
 Actualizado a 15/03/2021
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Mientras se cumple un año de la pandemia, de los encierros y el luto, mientras pasan por las televisiones los reportajes que explican cómo hemos luchado contra el caos provocado por el virus, la política se ha puesto de pronto estupenda.

No es que no lo estuviera ya: siempre con su vida propia, con esa facilidad para retroalimentarse y autojustificarse, para ofrecernos a veces sorprendentes espectáculos de luz y sonido. Hace tiempo que las televisiones comprendieron que había ahí un gran filón para el entretenimiento, una mina mediática que dio en decenas de tertulias en las que, a poder ser, se enfrentaban siempre dos posturas antagónicas, produciendo así ese lindo entrechocar de los metales, como en las guerras infantiles.

Ordeñar el maniqueísmo se ha convertido en una actividad habitual, tan productiva en los platós como en las propias bancadas parlamentarias. Lo malo es que nada es blanco o negro, no hay divisiones perfectas, por mucho que esa simplicidad bobalicona pueda servir a los intereses concretos de unos o de otros. No hagan caso: todo es más complejo y sin complejidad la democracia sufre y se agosta, se convierte en terreno banal y manipulable.

Quizás empujados por la insoportable levedad de los tuits, hemos caído en las sentencias simples, en los análisis superficiales de los eslóganes, subproductos ideológicos concebidos para vendernos lo que sea antes de que caduque, como si la gente fuera gilipollas. Como si las ideas fueran un yogur. Hay que decir que, tras un año de pandemia feroz, el personal anda a otra cosa, ajeno o harto de tanto fervor publicitario, de tanta letanía, de tanto ruido y tanta furia.

La pasada semana ofreció uno de esos grandes espectáculos de la política contemporánea. Ni siquiera la entrevista de Meghan y Harry con Oprah, en ese jardín de las delicias, que tenía un inevitable rebozo de estrategia, pudo competir con la movida nacional, que vino a ser como un terremoto con epicentro en Murcia, y con una expansión inmediata en forma de efecto dominó en otras zonas de España. Tuvimos de pronto la sensación de que la tensión de las fallas tectónicas (nada que ver con Valencia, o sea) no aguantaba más, a pesar de la apariencia de estabilidad en la superficie.

El terremoto se sintió más en unos lugares que en otros, y atendía al deslizamiento de placas en los gobiernos regionales, a la acomodación de los materiales del subsuelo, ese lugar en el que las fuerzas geológicas de la política pueden producir insoportables presiones en las paredes de las ideologías. Visto lo visto, no hay duda de que la sismología política se ha convertido ya en una de las profesiones con más futuro.

Sea por desgaste de materiales o porque el cuerpo político se comporta como un ente orgánico que a veces va por libre, lo cierto es que parece haberse levantado una batalla por el centro, un intento de ocupar ese no lugar, tan deseado, sin embargo, algo descuidado, a mi entender, por esta deriva política hacia los extremos y las posturas irreconciliables. El centro cortejado parece un yermo en el que se quiere sembrar, un solar en el que construir de nuevo. Se dijo que Arrimadas vio una posibilidad, un giro del guion, también es cierto, pero las fuerzas telúricas desatadas de pronto amenazan, dicen, con provocar una fractura, un desgajamiento naranja.

Arrimadas aparece ahora como una mujer-enigma tras los efectos del movimiento sísmico. Algunos creen que el terremoto ha podido afectar a la estructura arquitectónica del partido, lo que derivará, dicen, en su paulatina absorción por la derecha, que, sin duda, apuesta también por acercarse al territorio del centro, el lugar deseado. Un caladero de votos, dicen también, no suficientemente aprovechado. Mucho más ante la necesidad de marcar las distancias con Vox. Dependerá de cómo apuntale las vigas maestras, si tiene tiempo para hacerlo. Después de todo, aún conserva bastante poder regional.

En La Sexta, compararon el curso de navegación de esa noche con el Titanic frente a los icebergs. No siempre se perciben los obstáculos si la niebla es densa. Es curioso cómo saltaron los sismógrafos de los ‘spin doctors’. Apenas se sintieron las primeras réplicas de la moción que estaba en marcha en Murcia, Isabel Díaz Ayuso se apresuró a convocar elecciones casi al tiempo que llegaba la fiesta de mayo en Madrid. Borró el paisaje. Reinició el programa.

Con la urgencia de quien ventea el peligro, de quien es capaz de oler el peligro de la tormenta como el ganado en los prados, Ayuso se puso a cubierto y, de paso, se llevó por delante a los coaligados de Ciudadanos en la Comunidad de Madrid. El movimiento protector, como anunció, fue tan rápido como tajante. Y aunque conocidas las desavenencias, el propio Aguado pareció sorprendido por esa velocidad a la hora de manejar los tiempos. Hasta su propio partido, con Casado al frente, tardó en reaccionar.

La maniobra se consideró tan radical como arriesgada, pero para entonces Ayuso parecía ya instalada en un relato futuro en el que, si todo se daba como imaginaba, nadie podría discutirle la conquista de Sol. Los socialistas, sorprendidos también, se apresuraron a buscar un candidato.

Por supuesto que España es mucho más que Madrid, pero en las últimas horas el escenario de la capital ha robado incluso el vértigo del guion a Cataluña, que ya es decir. Lo que acabó en manos de un señor de Murcia, como diría Mihura, provocó, sin embargo, grandes movimientos telúricos en el subsuelo de Madrid. La política es cada vez más líquida, más impredecible, más binaria. Los bloques parecen separarse irremisiblemente, aunque el centro, más que nunca, está en clara disputa.

Mientras la pandemia vive su aniversario y se agudizan las diferencias económicas, la política parece no alcanzar un territorio de consenso. Muchos contemplan la escena como un culebrón de movimientos impredecibles. En el transcurso de la escaramuza, que ha tenido sus damnificados, se escucharon metafóricas palabras de guerra, incluida ‘botón nuclear’.

Ayuso, cabeza de cartel estos días, como también Arrimadas, aunque en papeles dispares, afirmó que lo que querría es gobernar sola en un futuro idílico. El individualismo es uno de los signos de nuestro tiempo. No falta quien cree, sin embargo, que ese movimiento urgente, o apresurado, puede llevar a la lideresa a perder cualquier posibilidad de acercarse al centro. Podría, más bien, empujarla hacia el lado contrario, si tiene que depender de Vox. Otros creen que lo suyo es en realidad una demostración de fuerza dentro de las paredes de su propio partido. Queda mucho por ver y oír.
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