11/06/2020
 Actualizado a 11/06/2020
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En mayo de 1997 hubo un terremoto en Triacastela, Lugo, que aquí se notó una barbaridad. No os cuento lo que pasó en el Bierzo, a dos pasos del epicentro. El que era alcalde de Oencia, (uno de los pueblos más hermosos de esta provincia), no anduvo con hostias; ante el acojono que tenían los vecinos de su pueblo, les mandó salir de sus casas y todos buscaron refugio debajo de las ramas de un castaño monumental que hay en el pueblo. El pobre Estanga, el ‘alcalde rockero’, muerto prematuramente, debió de pensar que si el árbol había resistido todos los embates de la naturaleza doscientos o trescientos años, bien podría con un terremoto de grado 6.

En la batalla de Okinawa, la más mortífera de la guerra del Pacífico, los americanos mataron a cien mil soldados japoneses y a ciento cincuenta mil civiles. Bombardeaban sin cesar, día y noche, la isla sin distinguir a unos de los otros. Los que habitaban cerca del Parque Nacional de Yanbaru, se escondían en el interior de los Quercus Miyagii. Los más gordos tienen un diámetro de nueve o diez metros y muchos están huecos, por lo que es muy sencillo hacer el cálculo de cuántas mujeres y niños pueden entrar en ellos. Muchos salvaron sus vidas gracias a esos árboles.

Los árboles son nuestros más antiguos amigos; y los más fieles. Para todas las culturas ancestrales fueron sus dioses benévolos, sus proveedores de comida y de las ramas y flores que utilizaban para curarse, darse valor o suicidarse. Con su madera hicieron sus casas, calentaron sus hogares y construyeron sus aperos de labranza. En ‘El Señor de los Anillos’, Tolkien nos cuenta que había pastores de árboles y que su poder era inmenso, venciendo en la batalla decisiva a los siervos del ‘señor oscuro’, Sauron.

Para darnos cuenta de lo que nos está ocurriendo, (el cambio climático), os recomiendo que busquéis en Internet un mapa físico de la península. Veréis que, de Mansilla para abajo, España es un secarral. El padre Esla es la frontera. Al norte y al oeste, cambia el color de la tierra. Del ocre de Castilla al verde intenso de las riberas y de los montes. Ese cambio cromático se debe a los árboles que se adueñan del horizonte justo a la derecha del río. No sabemos la suerte que tenemos; no nos lo imaginamos. Estamos tan acostumbrados a verlos que nos parece que nunca desaparecerán de nuestra vida. No es verdad. A los árboles hay que cuidarlos. Tengo mucho miedo que en este ‘annus horribilis’ que estamos padeciendo, desaparezcan muchos de ellos. Después de la primavera tan lluviosa que no hemos podido disfrutar por culpa de la mierda del confinamiento, los montes están que se salen. Hasta los robles, (los más holgazanes), tienen sus hojas en todo su esplendor mes y pico antes de lo habitual. Pero además de los árboles, en el monte hay raíces, matorrales y sebes que, este año, se parecen a la mujer barbuda de los circos: han crecido hasta convertirse, ellos también, en árboles. Si, como parece, el calor se adueña del próximo verano, tenemos todos los elementos para que se produzca una hecatombe en forma de fuego que lo arrase todo. A la Junta parece que le importa todo bien poco. Y a los ayuntamientos, y a las juntas vecinales... Los montes están dejados de la mano de Dios y no ponen ningún medio para prevenir la desgracia, justo como con el coronavirus. ¿No tenemos un montón de parados? ¡Coño!, pues emplearlos en limpiar la maleza y entresacar los árboles! Pero no. Es mejor utilizar el dinero de todos para beneficio de unos pocos.

Nos puede pasar lo mismo que con la crisis sanitaria. Mueren cuarenta mil compatriotas, se incendian cientos de kilómetros cuadrados de monte y parece que no nos afecta. Son muertos, son incendios, anónimos, lejanos, anodinos, como que no tienen que ver con la sociedad. Un hijo de puta asesina a un negro y se monta la de dios es cristo. Si se prendiese el ‘Pino de los Ajos’, el árbol más grande de la provincia, seguro que pondríamos el grito en el cielo. Y es para ponerlo, sin ninguna duda, pero cada vez que voy al Bierzo o a la Cabrera, tengo que contemplar una monte entero calcinado, una ladera achicharrada, una vega de color negro azabache; en esos incendios, han sucumbido miles de pinos, de chopos, de robles...; y pareciera que a nadie le importa. Es como si la gente estuviera loca, o fuese marciana, o tuviera sueño.

El pasado día cinco fue ‘el día mundial del medio ambiente’. Pasó, como sucede todos los años, desapercibido. A la gente se la trae absolutamente floja. Me gustaría vivir algo más de lo que me toca solo por ver como Holanda, por ejemplo, deja de existir, tragada por el mar. A lo mejor les está al pelo. Una sociedad, como la suya, que sólo piensa en el dinero, paraiso fiscal, lo llaman, no merece sobrevivir. Salud y anarquía.
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