14/11/2021
 Actualizado a 14/11/2021
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Llegados a un supuesto fin de la pandemia, se suscita la polémica acerca de qué hacer con las terrazas que proliferaron de forma desordenada como consecuencia delcierre de los interiores. Bien está que vuelvan a su ser si la vida vuelve al suyo, que está por verse. Pero, de paso, bien podría aprovecharse el momento para discutir y sacar conclusiones compartidas sobre las razones, usos y formatos de esa generosa cesión de espacio público para el aprovechamiento privado. No se hará.

Alguien nos aconsejó años atrás que al visitar París lo mejor que uno podía hacer era sentarse en una terraza y ver pasar el mundo por delante. Debió ser en los tiempos previos a la mundialización, cuando el mundo sólo circulaba por las aceras de contadas y selectas ciudades, porque en las nuestras, casi como ahora si bien se observa, lo que pasaba y pasa por delante sigue siendo la vida provinciana. Con algún acento extra, es verdad, pero tampoco para tirar cohetes. Lo cierto es que, aparte de su destino preciso, dos son hoy los valores añadidos de esas instalaciones. Por un lado, servir de fácil y tumultuoso decorado, bien con el mundo de fondo, bien con el vaho de provincias como envoltorio, para rematar otro selfi más, pues, al fin y al cabo, yo soy lo único importante. Por otro, dejar correr el tiempo hasta que se cruza ante nosotros esa amistad a la que saludamos con un «cuánto hacía que no nos veíamos» y a la que despedimos con un «bueno, ya nos veremos», mientras sigue pasándosenos la vida. Ningún otro provecho está por encima de estas dos frivolidades.

Quizá sean esas las razones por las que también el ayuntamiento quiere añadir unas terrazas al bazar en que se ha convertido la calle principal de la ciudad, esa barahúnda de cacharros, ese alboroto de mobiliario urbano, ese sumidero de estorbos. Velar en suma por la amplitud de campo de nuestros autorretratos y fortalecer las amistades que se desvanecen por falta de constancia. Noble empeño posiblemente para tanto despropósito.
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