20/01/2019
 Actualizado a 19/09/2019
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No sé si conocen la noticia, porque ha pasado más desapercibida de lo que hubiera merecido. Unos cuantos defensores de la planitud de la Tierra han fletado un crucero para demostrar sus creencias alcanzando el confín de la que ellos consideran la superficie más o menos rugosa pero plana en que se desarrolla nuestra vida. Un crucero de placer, proclamo, así que embarco entre ellos ‘empotrado’. Lo hago para escucharlos, observarlos como quien observa una especie en extinción en vías de recuperación. La perspectiva arqueológica me puede: esto es arqueología zombi. Curiosidad científica y pulseras de todo incluido, ¿quién da más?

En una de las primeras tertulias en albornoz piscinero, solventamos la duda que nos inquieta a todos: si la Tierra es plana, cuando el navío llegue al borde ¿qué sucederá? ¿Caeremos a un abismo insondable, en plan cataratas de Iguazú pero sin fin? ¿Acabará tan abruptamente la excursión sin amortizar la expedición? El turoperador lo ha previsto todo: la inquietud ha sido resuelta convenientemente con una teoría pendiente de comprobación que, así mismo, garantiza el nivel de los mares donde navega el propio barco: en el borde exterior del mundo existen unas paredes de hielo, a lo Juego de Tronos, que hacen del planeta más una palangana que un plano y explican la Antártida como continente destinado a contenernos a todos. Una imagen inquietante de redil, que, sin embargo, proporcionará un bello paisaje al éxito de la travesía.

Por otro lado, pregunto, si el planeta (perdón por la imprecisión) no es esférico, ¿debemos descartar la ley de gravitación universal porque hay otras opciones a escoger con el tirón de las elucubraciones medievales? Y lo que existe ‘fuera del mundo’: ¿es verosímil o simplemente se trata de otro truco de la CIA y de Kubrik para vendernos alunizajes heroicos y un espacio exterior peliculero (con la reciente connivencia china)? Eso mismo, me responden, no hay que fiarse de las conspiraciones institucionales y modernas.

Con todo, el principal argumento de los cruceristas y de quienes ponen en duda logros científicos o los cuestionan con sus propias suposiciones u otras de rancio abolengo, suele consistir en que cada uno tiene derecho a pensar, opinar y defender lo que le dé la gana, faltaría más, ratifica uno de ellos con el que trabo conversación. Con ello no se evita el esperpento, cierta imagen sobre la sensatez del grupo o la tristeza de comprobar tan tozudo desatino, le digo. Sucede parecido con los que se inclinan por ciertas opciones políticas en Europa y recuperan ideas caducas y absurdas. Han botado una embarcación que porfía con engaños y, si regresa a puerto, nadie reconocerá que no encontraron lo que salieron a buscar, por orgullo y porque todo el mundo tiene derecho a amparar una tontería o una mentira como si fuese un hallazgo irrefutable. Mi interlocutor sonríe condescendiente y afirma que eso se llama ahora «rearme ideológico» y debe hacerse «sin complejos».
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