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Terquedades del hombre

26/11/2017
 Actualizado a 11/09/2019
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Repasan estos días en las Cortes regionales las cuentas del gran capitán de la edición cuellarana de Las edades del hombre, número veintitantos de la serie, tal vez ya culebrón. Este proyecto cultural arrancó en 1988 en Valladolid, de la mano de José Velicia, ya fallecido, y José Jiménez Lozano, con cuatro fases que incluían además Burgos, León y Salamanca, la última muestra prevista para el año 1993-94. Aquellas innovadoras exposiciones supusieron un enorme éxito de público y no poca aportación: venían a reformar la imagen del patrimonio en manos eclesiásticas propiciando su recuperación, restauración y estudio y una forzosa vindicación después de décadas de expolio en que la iglesia católica tuvo no poca responsabilidad. Esa institución alcanzaba por fin gracias a ellas una posición actualizada y de modernidad respecto a la cultura patrimonial que se había hecho de rogar. Su sesgo catequético, criticado entonces por algunos, no empañaba en absoluto el planteamiento, sino que entraba dentro de la contrastada coherencia que caracterizó aquel plan. Sin embargo, como tantas veces, se murió de éxito. La fórmula no sólo fue imitada en muy distintas y distantes regiones que llevaron a cabo hijuelas de ‘Las Edades’ convertidas en marca de la institución, sino que, además, se estiró hasta niveles incómodos el planteamiento original y hasta se estandarizó su éxito, motivando situaciones bochornosas para aupar audiencias que hace poco tuvieron reflejo mediático por una denuncia no menos sainetesca. Hasta episodios sombríos hubo –¿qué fue de aquel curilla y su hermana, huidos del barco a media singladura?–.

Sin embargo, en las Cortes de Valladolid se ha debatido únicamente sobre cuál ha sido el aporte de esta entrega para dinamizar la economía local: cifras sobre gasto por visitante, de desempleo o de pernoctaciones. Ni una palabra acerca de lo que ofreció, si fue algo, en materia cultural. Cabe preguntarse por qué este proyecto sigue acaparando fondos del departamento de cultura, si se trata de un asunto meramente económico. La exposición supone la principal baza del gobierno autonómico en materia expositiva, y la elección del lugar, que ha alcanzado niveles sonrojantes de candidatura olímpica de pueblo, se ha convertido en acontecimiento berlanguiano, señoreado por quién sabe qué personajes e intereses.

Llegados aquí, no es de extrañar que ayuntamientos como Villafranca del Bierzo pugnen por ‘ser designados’ graciosamente futura sede de Las Edades (y van…), pues entra en la lógica de anhelar algo aparentemente beneficioso. Lo que no se explica tan bien es por qué esta comunidad autónoma sigue ofreciendo como producto principal uno tan enmohecido. Aunque quizás sea porque se ha convertido sin pretenderlo en un reflejo fidedigno de la penosa situación de esta tierra: envejecida, vacía, intrascendente.
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