01/10/2017
 Actualizado a 11/09/2019
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Aunque no comparto con Raphel el posado veraniego ni con Sherlock Holmes sus adicciones, puedo asegurar que León va a recibir el 18 de octubre el solemne título de Capital Española de la Gastronomía 2018. Viendo la puesta en escena de la candidatura, tampoco hace falta ser adivino con tanga de leopardo ni investigador cocainómano para concluir que, este año, sí. Sólo Ana Botella sería tan torpe de mostrar su interés con tanta pomposidad para luego estrellarse, aunque en su caso la genialidad estuvo en que todo el mundo se quedó con su «relaxing cup of café con leche» y ya nadie recuerda el detalle de que Madrid volvió a fracasar en su enésimo intento de acoger unos Juegos Olímpicos. Dicen los que creen entender de capitales gastronómicas, porque hay gente que cree entender de todo, que, a pesar de sumar tantos apoyos, a pesar de contar con una propuesta seria y la implicación de toda una provincia, a pesar también de contar con el dinero que hay que poner encima de la mesa para empezar a hablar, es posible que nos pongan mirando a Cuenca. A los de León nos cuesta tanto unirnos que, ahora que lo hemos conseguido, la derrota en esta candidatura sería una catástrofe, una torpeza de algún asesor con ínfulas de ingeniero de la comunicación social casi tan grave como poner a los alcaldes de León y Valladolid a posar con las camisetas de sus respectivos equipos de fútbol y que la fotografía termine convirtiéndose en la antítesis viral de aquella famosa que se hicieron Julio Alberto y Maradona en el partido ‘No a la droga’. El ejemplo de la unión es lo mejor que nos puede quedar (eso, que era más difícil que conseguir cualquier título, lo ha conseguido Antonio Silván por su carácter), porque las lecciones no nos pueden llegar desde un jurado formado por asociaciones gastronómicas y periodistas de turismo que, como sus propios nombres indican, son perfectos estómagos agradecidos. Esa unión se echó de menos en otros proyectos que sí hubieran cambiado el desarrollo social y económico de León. No voy a decir que podíamos haber conseguido la capitalidad europea de la cultura o el título de ‘León, ciudad literaria’, porque alguno rebuscaría las viejas cintas de Kortatu para llamarme «un jodido intelectual que trata de serlo más que los demás», pero, entre otros, se me ocurre por ejemplo el de acoger la Agencia Española del Medicamento, un reto para el que no he visto unidos ni a los profesionales del sector ni a los políticos ni a los famosos de turno ni vídeos promocionales con sobredosis de drones. Los premios que se reciben poniendo el dinero por delante son para desconfiar, tampoco hace falta ser Raphel ni Sherlock Holmes para saberlo, como aquella honorable escoba de oro que iban recibiendo las ciudades coincidiendo con la privatización de su servicio de limpieza. Había otros dorados galardones que se concedían en esta ciudad y que premiaban al mejor postor de cada uno de los sectores. Contrataban voluminosos escotes televisivos para la gala de entrega y el poderío era tal que terminaron creando la categoría de premio al mejor club de alterne. En el jurado, alguien con demasiado sentido común se atrevió a preguntar: «¿De verdad vamos a elegir el mejor puticlub de la ciudad?». Por un momento, había tanta tensión en el ambiente como en la toalla con la que Puyol se tapaba cuando la Reina bajó al vestuario de la selección. La situación ya parecía insuperable, pero el notario que levantaba acta de aquel esperpento consiguió superarla, al conocer el nombre del club de alterne elegido y comentar al resto de los miembros del jurado: «Pues éste ya tiene la Q de Calidad».
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