22/09/2022
 Actualizado a 22/09/2022
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Cuando tienes 62 tacos y una buena memoria, recuerdas cosas bonitas o simpáticas e intentas olvidar las desgracias, el dolor, la traición... lo malo, en una palabra. Por ejemplo: uno recuerda, como si fuera ayer, las aventuras y desventuras que tuve con una chica y que van desde hace 42 o 43 años hasta hace bien poco. Y aunque fueran toleradas para ‘todos los públicos’, son momentos tan inolvidables que están nítidos, vivos, en mi memoria. ¡Claro!, como que fueron felices. Sin embargo, los ‘otros’, los dolorosos, somos capaces de olvidarlos después de un breve tiempo. El dolor, cuando se acumula, enferma y mata. No hagáis caso a la canción popular leonesa que dice «dicen que la pena mata, yo digo que no, que no; que si la pena matara, ya estaría muerto yo». Sí, el dolor mata por saturación y por eso hemos aprendido a no tenerlo en cuenta. Pero, para los que tenemos memoria, es muy difícil hacerlo. Siempre, al final, aparecen y te hacen sospechar que has sido un perfecto imbécil, que la has cagado a base de bien toda la vida. Olvidemos, por tanto, la melancolía y adentrémonos por las veredas de la felicidad; o de la anécdota; o de la ironía... El domingo aparecieron en los periódicos del gachi reseñas sobre la indignación de los maragatos a causa del incendio del Teleno. En una foto, hasta se veía una pancarta que rezaba: ‘Teleno pá las cabras y no pá los cabrones’. Me dieron ganas de llamar inmediatamente al Comité Ejecutivo de la CNT leonesa de los años 80 (¡vete tú a saber por dónde anda hoy esa gente!) para interponer una querella por apropiación indebida. En una manifestación contra la entrada de España en la OTAN se escuchó esta consigna cantada a pleno pulmón por los cuarenta o cincuenta de la ‘Peña’ que estábamos por allí. Causó cierta gracia a los demás manifestantes que, rápidamente y merced a lo pegadiza que era, comenzaron a repetirla, aunque sin tanta gracia como nosotros. La Ley de propiedad intelectual tiene que tener algún apartado donde se castigue la utilización de canciones, eslóganes o gracias por parte de terceras personas. Pues, ¡hala!, adelante con la querella.

Lo simpático del asunto es que esos mismos que protestan hoy contra el campo de tiro del Ejército se han estado frotando las manos, y los bolsillos, al recibir todos los años un pastizal, no sé si obsceno, para sus pueblos de manos del Estado. Hoy, cuando en las aldeas maragatas no quedan ni los fantasmas que antes poblaban sus calles, se ponen dignos y quieren, con toda la razón, por otra parte, expulsar a los soldaditos y a sus juguetes de sus tierra. Como en el chiste de los vascos, no se puede estar a la vez a Rólex y a setas.

Cuando murió el General, uno tenía catorce años, pero estoy viendo las colas que se formaban en las calles de Madrid para asistir a su velatorio; y no digo nada del entierro, al que acudieron autobuses de miles de poblados para rendirle el último homenaje. De Vegas también partió uno, lleno hasta los topes. Los viajeros eran obsequiados con un bocadillo de salchichón y una botella de agua, aunque hubo algunos que también llevaron la bota de vino, llena hasta los topes con el brebaje que vendía el Zorro de Palazuelo. Según los medios de la época, cientos de miles de personas desfilaron delante de su féretro (algunos dijeron que fueron más de un millón y medio). El asunto es que a cuenta del funeral de la Reina Isabel de la Gran Bretaña y de Irlanda del Norte, me he acordado de aquel espectáculo. Entonces, como ahora, el pueblo se lanza a la calle a homenajear a cualquier charlatán, asesino, ladrón o engaña-bobos. Sólo es necesario que los medios engrasen con sus mentiras la estupidez latente en cada uno de nosotros. Franco murió en la cama, como la Reina Isabel, dejando tras de sí lo que todos sabemos que dejó. Igualito que la Reina. Aquel ‘fausto acontecimiento’ llevó consigo que el que suscribe y sus coetáneos tuviéramos una semana extra de vacaciones en noviembre, lo que fue una bendición del Señor. El mismo día que la palmó el General un servidor vio funcionar el primer ordenador de su vida: un Philips que tenía como toda memoria una cinta más pequeña que las de los casetes compactos. Era un armatoste descomunal y más lento que el caballo del malo. El telar me dejó impresionado y, pocos años después, uno estudió eso de la informática, de la que vivió muy buenamente los siguientes veinticinco años. Que la masa tome las calles por un asunto tan normal y corriente como es que se mueran dos ancianos (uno de ochenta y dos de los de aquella y la otra noventa y ocho de los de hoy) es alucinante. La muerte es consustancial a la vida y lo realmente extraordinario es que, a estas alturas, muera alguien joven y no unos carcamales que ya hicieron todos los deberes que les mandó el Supremo.

Salud y anarquía.
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