
Empezamos a recibir mensajes contradictorios. Desde los establos y las cuadras, los caballos, las vacas y las ovejas decían que para ellas nada había cambiado, que seguían siendo cebadas y ordeñadas puntualmente. Si acaso, estaban notando menos ausencias, porque el camión del matadero, cuyo temblor se suele propagar por los rebaños, había dejado de aparecer con la misma frecuencia. Las truchas guardaban silencio. Pero supimos también que algunos osos se atrevieron a escarbar incluso en los contenedores, sin demasiada hambre, sólo por gula, atraídos por el desconocido silencio de los días y las noches que ha hecho las ciudades tan indiscretas como el propio monte. Supimos también que los jabalís estaban llegando más allá de lo que nunca habían llegado, ni siquiera cuando se desorientan y no les guía más que su propia ignorancia.
Empezaron los rumores y, claro, todo eran ladridos. Los perros deben de estar más altivos que de costumbre. Por lo que cuentan, parece que hubieran ascendido otro peldaño en su ya de por sí elevada posición social. Empezaron por suplantar a los hijos y los nietos y ahora, con cierta fatiga, se lamentan de tener que sacar a pasear a sus dueños. Presumen de que llevan uno por uno a todos los que viven juntos, durante horas, sin necesidad alguna de evacuar. Al parecer, su compañía se ha convertido en especialmente deseada, aunque una vez en casa los niños estén más pesados de lo habitual y los mayores les ignoren como siempre.
Los gatos… a saber.
Por todo esto, al final, nos decidimos a entrar en la ciudad, ella delante y yo siguiendo su culito blanco, que a mí me parece un destello en medio de la noche. No nos hacía falta pasto ni agua, pero nos llamaba la curiosidad del silencio. A ella, supongo. A mí solo me llama su olor.
Por el Este, nunca habíamos pasado mucho más allá de La Candamia, ni siquiera cuando estábamos descubriendo nuestros propios brincos. Por el Oeste, siendo unos corcinos, alguna vez habíamos llegado a adentrarnos en el jardín del Hospital Monte San Isidro, hasta que nos sentíamos observados por los enfermos que paseaban sujetados al gotero por los pasillos. Nos íbamos en estampida, luciéndonos, presumiendo de nuestra agilidad, dejándoles nuestra gracia como consuelo. Junto al río se dan unos brotes especialmente dulces que ya algún oscurecer habíamos catado, atemorizados entonces por todos los ruidos, aunque en su mayor parte eran corredores del atardecer y amores adolescentes que huían de las miradas, así que resultaban previsibles y fáciles de evitar. Esta vez, en cambio, el silencio parecía protegernos, así que seguimos avanzando hacia el resplandor, despacio, sintiendo de vez en cuando que, sin darnos cuenta, caminábamos por carreteras sobre las que nuestras pezuñas resbalaban. No pasaban luces ni ráfagas de colores. Hasta hartarnos comimos hierba recién cortada en los parques, bebimos de las fuentes, jugamos con las flores, nos rascamos en los bancos de la Plaza Mayor… Contemplamos durante un buen rato la Catedral, iluminada solo para nosotros en su alto. De aquellos picos, según nos habían contado, echaron en su día de mala manera a las cigüeñas y a los grajos. El reloj dio alguna hora, ya despuntaba el día, las campanas sonaron y ella pareció asustarse. Corrió por la Calle Ancha abajo, no sé si por miedo o porque quería jugar, y yo me alegré porque ya tenía ganas de volver al bosque, perdernos en nuestro paisaje.
Siempre habíamos asociado la luz al ruido, por eso resulta tan extraño caminar bajo las farolas y que nuestros pasos resuenen en la madrugada como los cascos de los caballos. Dentro de la ciudad, el silencio se hace especialmente espeso, mucho más que en el monte, como si estuviera concentrado entre las casas. Todo lo que no hace ruido termina haciendo más silencio. Diría que entre los edificios sentí una soledad mayor que en los bosques, si no fuera porque, en realidad, no tengo ni puta idea de lo que es la soledad y únicamente me centraba en no perder de vista su culito blanco.
Lo miro tanto que le busco formas, como otros hacen con las nubes. A veces pienso que tiene forma de corazón invertido o que le amaga con salir un rabo donde le termina la columna vertebral, pero deben de ser cosas mías. En el monte, con sus saltitos, luce tan hermoso que me paso la vida temiendo que aparezca otro macho, porque creo que todos los corzos del mundo también se van rendir a su olor y cada día tengo más miedo a perderla, pero en la ciudad resulta aún más atractiva, caminando elegante por las aceras, un estiloso reflejo en los escaparates. Sé que no debería dejarme llevar por sus locuras, que nunca debí acompañarla hasta aquí, sé que me oculta algo, pero se para frente a mí, me deja acercarme, la escucho rumiar, su aroma se hace más intenso… y me cargo de electricidad. Creo que me lo está pidiendo, aquí, ahora, que no estoy fantaseando, que caminar por la ciudad le ha traído de repente el celo. Estiro el cuello. Saco pecho. Podría acertar con los ojos cerrados. Voy.
Sonó el disparo. Un cazador la abatió desde un tercero a la altura de la avenida Independencia. Salió gente a todas las ventanas, contemplando la escena a través de sus teléfonos. «¿Qué te molestaba el bicho? ¡Tú sí que eres un animal!», le gritó una señora. «Hay que sangrarlo pronto, que se nos estropea la carne», dijeron desde otro balcón. No sabía hacia dónde estaba el bosque, pero tampoco pensé nunca en salir corriendo. Ella temblaba sobre el asfalto. Avancé hacia su culito blanco, que ya empezaba a teñirse de sangre, y no sé si escuché antes mi disparo o el comentario repetido: «Si pasa la corza, detrás va el corzo».