21/12/2017
 Actualizado a 07/09/2019
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Antes de que comiencen a girar los bombos en el Teatro Real ya sabremos cómo de repartido ha caído este 21-D que pasará al cajón de las siglas que guarda la sucesión de fechas históricas con la que se construye nuestro tiempo. Estas trascendentales elecciones autonómicas en Cataluña se celebran hoy, en vísperas de la Lotería de Navidad y de la Nochebuena. En realidad buscan ser la víspera de todo o de nada, lo mismo que esperan con sus décimos en la mano los que tientan un año más a la suerte.

Este jueves en Cataluña se vota con ilusión y desengaño, con rabia y con esperanza, con hartazgo y con victimismo. Las papeletas pesan más que otras veces porque acumulan la lista de deseos de los ciudadanos (cada uno los suyos y en secreto para que se cumplan). Pesan casi tanto como los décimos de Lotería que velan armas en las carteras de los españoles esperando el canto de sirena de San Ildefonso que los convierta en millones o en papel olvidado. Giran los bombos democráticos. Hay quien lo ha fiado todo a un número, al 155, y parece que solo se juega la pedrea. Y quien saltándose hasta la superstición, pisoteando hasta a Molière, busca el triunfo encomendado al amarillo. Estas elecciones no son un sorteo pero lo parecen. Imposible aventurar sus consecuencias ni encontrar un solo votante que pueda certificar exactamente para qué servirá su voto. Quizá pasen semanas hasta que sepa si ha resultado o no premiado. Dependerá de los bloques, dependerá de los pactos y de las urgencias partidistas... dependerá de las bolas que salgan. Si permiten reintentar la utopía o tan solo «tapar agujeros», los agujeros en el Estado autonómico y en la convivencia que deja la crisis catalana.

El salón de sorteos es cada año un parque temático de disfraces con montaña rusa de ilusiones. Un teatro donde seguir igual o cambiar para siempre en cuestión de un puñado de horas, como en la política. Así, con la ilusión aún intacta cantaron los republicanos a coro frente a Estremera pidiendo el aguinaldo judicial antes de ocupar sus butacas. Tiene Puigdemont en Bruselas la radio puesta con el entrañable soniquete de los niños y siempre cerrada la maleta por si pudiera regresar a casa por Navidad. Ebrio de espíritu navideño reparte Iceta indultos entre las participaciones y baila en los cambios de tabla. Los de la CUP y En Comú Podem rezan a sus dioses laicos con trajes hechos de botones y amuletos inesperados anhelando ser los asesores de las inversiones de los premiados. Arrimadas les mira desde un palco del Real convencida de que esta vez sí, esta vez sí que sí, Ciudadanos lleva muchos números y será lo que le auguran los sondeos frescos y precocinados. Las encuestas en los procesos electorales son como la consignación de décimos por provincias en la Lotería de Navidad. Las que más gastan (y aquí Castilla y León en esto de la ilusión manda, la realidad ya es otra cosa) deberían brindar más al final de la mañana. Pero no se confíen, casi nunca se cumple.

El soberanismo catalán sigue creyendo (o haciendo creer) que hoy les puede tocar el Gordo de la independencia, y el 31 de diciembre La Grossa, que por creer que no quede. Pero aquello no es un Gordo, sino vacas flacas y los últimos tres meses solo un aviso de plaga bíblica por tentar a la suerte. El ochenta por ciento de los que ganaron la Lotería acabaron arruinados. La mayoría salen del Teatro Real unos décimos más pobres de lo que entraron. Hay que saber embridar la ilusión o termina desbocada.
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