05/11/2017
 Actualizado a 15/09/2019
Guardar
Mi hijo mira con estupor la fotografía en blanco y negro una y otra vez escrutando a los tres personajes que capta la cámara. Están ante una sábana quizás de color crudo colocada sin esmero alguno tras la que se adivinan unos troncos apilados sobre una pared. ¿Mis tatarabuelos?, pregunta incrédulo. Después se esfuerza por comprender un parentesco que yo acierto a explicarle malamente –los padres de mi abuelo Gilberto, los abuelos de la abuela Chonina– y finalmente se escapa exclamando teatralmente: ¡Dios mío, mamá! ¡Qué cosa tan, tan antigua! Sola frente a la fotografía aparecida entre unos libros al intentar poner algo de orden en la biblioteca, reconozco que, incluso para mí, la imagen –todo cuanto conservo de mis bisabuelos maternos–, tiene una pátina antigua, demasiado antigua. Ella viste una falda que le llega hasta los tobillos y un mantón de Manila cruzado sobre el pecho y atado presumiblemente a la espalda. Un pañuelo anudado sobre la cabeza le tapa completamente el pelo y de su cuello pende una hermosa arracada. El fotógrafo le ha puesto entre las manos una flor, que ella sujeta torpemente, como si le pareciese algo impropio, ajeno a su vida cotidiana. A su lado, pero sin rozarse, Justo. Alto, delgado, enjuto, bien parecido, menos maltratado por la vida a no ser que Sandalia fuese, cosa que no creo, mucho mayor que él. En su mano izquierda también una flor y su sombrero, pero se ve a las claras que él posa con más naturalidad, con más donaire, mirando a la cámara como si estuviera seguro de que en algún momento, no sabe cuándo, alguien le observará y será capaz de leer en sus ojos. Entre ellos, quieto, un chiquillo rubio y guapo de unos siete años que es fotografiado por primera vez. Miro y remiro la fotografía: su vestimenta, las abarcas que cubren sus pies, su nariz –mi nariz–, el brillo de sus ojos. Es mi abuelo. De pronto me doy cuenta de que a él yo no le veo en blanco y negro. Ni veo a mis padres o a mis hermanos en blanco y negro en las fotografías que guardo celosamente de nuestra primera infancia.

Frente a mi ventana, un mirlo negro de pico anaranjado se atilda sobre la rama del abedul al que la lluvia ayuda a despojarse de hojas. Luego echa el vuelo dejándola ligeramente bamboleante unos segundos. Y yo me digo: los lectores de este periódico van a notar desde la primera línea que, para no tener que hablar de Cataluña, hoy simplemente he decidió salirme por la tangente.
Lo más leído