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Tan cerca, tan lejos

12/05/2021
 Actualizado a 12/05/2021
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Lo vieron en televisión. La gente ocupando las calles, con una euforia y entusiasmo desconocidos. Como los toros salen del toril, así salía la gente de las casas, dispuesta a llevarse la vida por delante.

Se autoriza un nuevo horario temporal de los locales de ocio, y el aburrimiento se despereza después de tanto tiempo confinados. Pero la muerte viaja en alta velocidad y no entiende de leyes, decretos ni horarios.

En el pueblo se dijeron ¿por qué no? Y a las 12 de la madrugada, se echaron todos a las calles, apenas iluminadas con unas pobres bombillas y cuerdas con retazos de banderines, de las fiestas de hace dos años, que el viento sacudía.

Pronto se encontraron y, como en Santibáñez no había ya bares, decidieron ir, dando un paseo, hasta el pueblo de al lado, donde la juerga los esperaba. Podrían encontrarse con los amigos, cantar, reír y beber hasta perder el sentido. No repararon en que el camino de vuelta, bien cargados, parecería más arduo. Pero la noche es joven, tal como se dice, cuando uno se lía la manta a la cabeza.

Ya en el bar, algunos ancianos jugaban a las cartas y, otro, dormitaba en un rincón de la barra encima del periódico, sin reparar en los que en aquel momento entraban. Blanquita les decía: ¡Venga, acabar la partida y para casa!

Una vez despejado el local, empezó la fiesta. ¿Dónde andaría la peña? Posiblemente creyeran que el desmadre sería cosa de Madrid y otras ciudades, pensando que en el pueblo de al lado de Santibáñez, no habría nada. En realidad, la vida, se limitaba al ciclo de las Estaciones y contemplar el paso de las nubes. Si traían agua, hielo o granizo. Acaso la visita de un bibliobús y, no por casualidad, alguna defunción. Eso era todo.

Ella llevaba un vestido vaporoso y colorido. Y él unos pitillos que le incomodaban y una camisa floreada, con los primeros botones sueltos. No sé si lo he dicho, pero el caso, es que los únicos que acudieron a la fiesta eran ellos dos. Felipe y Rosa. Como se encontraban a gusto, comenzaron sin echar a nadie de menos.

Ya se conocían, pero Felipe siempre la había visto, entre el ganado, vestida con un mono azul y un pañolón que ocultaba sus negros cabellos. Ella, por su parte, siempre lo había visto subido en el tractor, vestido con la ropa de faena que había traído de la mili y una visera de piensos Sanders. Que distinto resultaba todo. !Qué apuesto! ¡Que guapa es! Fueron sus primeras impresiones. Y empezaron a hablar y a reconocerse. Era increíble que hubieran estando tan cerca, y tan lejos.

Animados por la casualidad de encontrarse y las copas, se reían, compartiendo conversación y confidencias.

La noche declinaba y, a la luz de la Luna, emprendieron el regreso con pasos nada firmes. Fuera por el frío o por amor, caminaban abrazados. En un recodo del camino se detuvieron, con complicidad. Luego se tendieron sobre el verde tapiz de los trigales en primavera y el amor hizo el resto –como dijo G. Brassens–.

Al día siguiente, en el bar de Blanquita se comentaba: Deben de andar por ahí los jabalines... esta mañana me encontré un trozo del sembrado arruinado y las espigas por el suelo. Felipe, con ojos soñadores, se rió para sus adentros pues sabía que cada siete u ocho días, los jabalines volverían.
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