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También en verano, roscón

30/09/2019
 Actualizado a 30/09/2019
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Cuando veo a los empleados de algunos grandes supermercados montados en esas grandes máquinas fregadoras avanzando por los lineales con una mano en el volante y otra en el mocho siempre escruto su cara en busca de la imaginación y la Literatura, con la esperanza de que para hacer más soportable el trabajo se abstraigan pensando en ellos mismos montando un hermoso corcel bien engalanado en lugar de ese cortacésped gris y desdentado, con su ardaga antigua en lugar del cartelito con su nombre prendido en el uniforme industrial, la lanza en aspillero por la fregona desplomada y esperando que su leal galgo corredor —este sí que es fruto exclusivo de lecturas febriles— brinde la ocasión de salir cabalgando a la estela de su desesperada carrera por alcanzar la orejuda, enfilada ya hacia el perdedero infranqueable al sur de la cámara de los yogures.

Deseo que me lean el pensamiento y les busco con la mirada, pero pocas veces me la devuelven y cuando lo hacen terminan por saludarme para que salga de mi pasmo, pero con un «hola» y no con el «¡¡Albricias, Mirantes!!», que yo esperaba. A veces, he sentido ganas de preguntarles por los entuertos que hayan podido desfacer ese día, pero el pudor me vence y huyo entre detergentes y palanganas que evocan el Yelmo de Mambrino.

Elena me dice que deje de leer a Pablo Andrés Escapa, que voy a acabar como uno de sus personajes, concretamente como el protagonista de ‘El diablo consentido’ (‘Fabríca de Prodigios’, Páginas de Espuma). Yo le replico que ya soy causa pérdida, que ya me he transmutado en uno de ellos, no por mi voluntad propia, sino por las suspicacias de los lectores reincidentes de esta columna, porque no soy como Serafín, soy más como Benigno el panadero de Valdinio en ‘Las elipsis del cronista’, que cada año regalaba al pueblo del Juez en la víspera de Reyes «un enorme roscón que traía él mismo en el Land Rover».
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