22/05/2022
 Actualizado a 22/05/2022
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Siempre me pareció adorable ese fragmento de Delibes en el que Senderines imagina la labor de su padre en la vieja Central en la que trabaja. Pensaba el niño que en aquella fábrica de luz, a orillas del rio, su padre apaleaba el agua hasta que de ella sólo quedaba el brillo, con el que después rellenaba las bombillas que iluminan las noches.

Cada vez que oigo mentar la Fábrica de la Luz de Ponferrada me viene a la cabeza ese texto y, como al niño de Delibes, me cuesta entender el proceso, en este caso más difícil, de convertir el carbón en luz, por muy bien escenificado que esté con el Muelle de Carbones, la locomotora que lo transportaba, la Nave de Calderas donde se quemaba y la Nave de Turbinas donde, por fin, ‘nacía la luz’ sin nadie llenando bombillas de brillo. Pero a diferencia de Senderines y su decepción al saber que su padre se limitaba a apretar botones y mover palancas, viendo el Museo de la Energía de Ponferrada, uno imagina todo lo contrario. Miles de manos y frentes sudorosas desde las minas hasta la sala de calderas, recorriendo vías demasiado estrechas para este mundo tan ancho, fabricando la energía que hoy llega por gaseoductos, para iluminar las noches. Historia repetida en el Museo de la Siderurgia y la Minería de Sabero, con las mismas nostalgias tiznadas, trenes varados y aparejos rindiendo culto a la riqueza que tuvieron, reducida a museos.

Podría regresar del Bierzo cruzando la Maragatería, saltando de uno en otro sin casi rozar suelo. Saltar de la casa Maragata de Santa Colomba de Somoza al Museo de Arriería de Santiago Millas. Con una zancada, abrigarnos en el Museo Textil del Val de San Lorenzo y recordar la industria lanera que mantuvo a la comarca o, sentados a la orilla del Turienzo oír el continuo golpear de los mazos del Museo del Batán, apaleando la lana. Ahí regresa Senderines creyendo que aquel latido machacón de la Central que martilleaba el aire, lo producían su padre y los compañeros al romper el agua para sacarle el dichoso brillo. De regreso a casa, le llevaría al Museo del Chocolate de Astorga a darse un dulce homenaje.

Esta semana de celebración del Día Internacional de los Museos se queda muy corta para León, donde da igual la comarca hacia la que apuntes y tomes la dirección que tomes, esta provincia es el lecho interminable de un pasado durmiente, acostado en estaciones, bocas de mina, cuevas, antiguos palacetes o bodegas, reconvertidos en museos, a modo de sucedáneo un poco masoquista, en recuerdo de la riqueza que tuvimos y se dejó morir sin contemplaciones. Pueblos convertidos en un silencioso homenaje a lo que fueron.

Aquí no hicieron falta artistas con pinceles y lienzos, ni mármol herido por cinceles creando maravillas para ser admiradas, ni tasadores de arte. Todo lo contrario. Son museos de lo que tuvo que morir para ser visto. De lo viejo y lo cansado. Parece que cada objeto duerme donde cayó exhausto de vivir, desprendiendo la calma que da rendirse y entregarse a ser historia. Rincones que provocan tanta nostalgia como calma en los que casi oyes el quejido de los carros sin caminos, candiles sin tinieblas, rejas sin tierra que romper y mil herramientas sin función para existir.

Dice Louise Glück en su poema Regreso al hogar: «Miramos el mundo una sola vez, en la infancia. El resto es memoria». De ser cierto esto y el mundo sólo es lo que viste en tu infancia, explica que, para los nacidos en estas comarcas, donde todo lo que viste ya no existe, esos museos son un regreso a casa porque todo lo que conociste palpita dentro. Y justifica la nostalgia de los que somos eslabón entre un pasado reciente en estado de vigilia, luchando entre el olvido y la memoria de los que lo conocimos vivo.

Ya con el pasado de León durmiendo el sueño de los justos y horario para visitarlo, sin ningún futuro asomando más acá de Tordesillas y, cuando creíamos que la crisis energética sin precedentes que amenaza al mundo haría recapacitar a los destructores de todo, vemos derrumbarse las dos torres de la Central Térmica de La Robla y uno tira la toalla y abandona porque sería empezar a contar el mismo cuento, con capítulo reservado a nuestros montes y sus vientos, que ya sabemos en peligro.

Hasta que aprendan a arrancar ríos del suelo, ríos es lo que nos queda. Para todo lo demás, en esta provincia en la que se hable de lo que se hable, es ayer, búsquese un museo. En cualquiera menos en el de La Casona Pérez (Museo de la Emigración Leonesa) donde lo que se exponen son viejas ausencias. Las actuales se computan en los vacíos de las calles de una ciudad-museo abrazada por dos ríos, que no es poco en estos tiempos. No es descartable que alguien patente la idea de Senderines y acabemos apaleando el agua de esos ríos hasta extraer el brillo para rellenar bombillas y mentes de los que solo aprietan botones y mueven palancas. Eso o que hoy, Santa Rita, patrona de los imposibles, trabaje un poco y aporte una idea mejor que la del niño de La Mortaja.

Mira que me resistía a decir el título…
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