12/07/2018
 Actualizado a 19/09/2019
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Paseaba por el bosque escuchando los sonidos de sus habitantes. El verdor húmedo de verano otoñal lo cubría todo. La mente vagaba, nada detenía su pensar. Nada en sus bolsillos, sin reloj en la muñeca, sin dinero en la cartera, sin abrigo en la mochila. Aquel día no necesitaba nada más que su libertad.

Había estado atrapado durante décadas en un mundo en el que las prisas eran la exigencia de cada amanecer, el paso de los minutos golpeaba su vida y la de todos, lo pitidos de los móviles, de los ‘medi@s’, de los voceadores del futuro, marcaban el ritmo de cada uno de los días, y aun así se pensaba libre. Pensaba que ser libre era simplemente poder elegir si levantarse ya o esperar cinco minutos más, qué camisa ponerse, cuantas cervezas tomaría ese día, cuanta riqueza acumularía. Ahora, paseando, sin nada en sus bolsillos se daba cuenta que la libertad, su libertad, nada tenía que ver con aquello vivido tantos años. Su libertad era pensar lo que quería sobre lo que él quería y no pensar sobre lo que otros querían que pensara. Libertad era decidir cuántos besos y abrazos iba a dar y recibir ese día, cuántas sonrisas compartiría, cuántos contactos de piel ofrecería. Necesitaba romper sus ataduras para ser libre y decidir hacer o no, quedarse o irse. Aun daba vueltas en su cabeza a aquella idea de regresar a donde le habían dicho que no fuera, aun se planteaba subir a donde, por su edad, decían que no podía, que no debía. Pensaba en no quitarse jamás aquellas pulseras que en su muñeca decían ya no pintaban nada. Pensaba que la libertad no era adaptar su paso al transitar libre que tienen todos los que caminan en rebaño guiado por pastor interesado en que pastes en lugar por él preparado. Le dijeron que él no podía ser libre de hacer y decir y, aun así, él prefirió ser libre aunque sólo. Pensar que los verdaderos héroes, casi siempre, son mujeres que arriesgan su vida en mundos de miseria y terror, o jóvenes que se sumergen en una cueva en busca de la esperanza de niños atrapados.
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