Srinagar, Cachemira, la tumba de Yusu Asaph

El profesor Lecomte y Marie viajarán con Idris a la tumba de un sabio del siglo I que podría ser el profeta Jesús

Rubén G. Robles
25/08/2020
 Actualizado a 01/09/2020
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Se dirigió a Jean Louis.  
 –Lo que vais a escuchar os cambiará la percepción del mundo.

Se había sentado en una de las sillas de la mesa que habían dispuesto para él.

El nudo de la corbata parecía asfixiarle. Comenzó a hablar como si le faltara el aire.
–No me quedaré mucho tiempo –les dijo.

Comenzó a rebuscar entre las hojas desordenadas. Cuando pareció encontrar lo que buscaba comenzó a decir.
–En el monte Trono de Salomón existen dos inscripciones.  

Buceó en la carpeta para conseguir unas imágenes y se las acercó al profesor.
–La una dice: «En aquel tiempo predicó el profeta Yusu». La fecha, convertida al calendario gregoriano, equivale al año cincuenta y cuatro de la era cristiana. Y la segunda dice: «Él es Jesús, profeta de los hijos de Israel.»
–¿Se refiere a Jesús el profeta judío? -preguntó el profesor francés.
–Sí, por supuesto. Le enseñaré otra cosa, otro texto, el códice sánscrito «Bhavishya Maha Purana», escrito el año ciento quince de la era cristiana. En sus páginas cuatrocientas sesenta y cinco y cuatrocientas sesenta y seis, versículos diecisiete a treinta y dos, está este texto. Tenga –alargó el brazo hacia Jean Louis y le entregó la carpeta. En su interior un grupo de fotografías en blanco y negro, un sobre cerrado y unos folios mecanografiados en inglés.
–¿Puedo?
–Son para usted.

Jean Louis comenzó a leer los textos.
-Bajo el reinado de Raja Shalewahin - esto es, hasta el 78 de la era cristiana- mientras el soberano recorría en litera las frescas colinas de Cachemira, vio en un prado a un hombre dichoso, vestido de lino blanco y rodeado de un círculo de oyentes. El rey interpeló al desconocido, y el hombre del atavío blanco respondió con voz serena y dichosa: Soy nacido de una virgen, y predico la religión mlachha de los principios verdaderos.

El rey siguió preguntando:
¿Qué religión es ésa?

El desconocido replicó:
Omaharay (gran rey), fui peregrino y prediqué en el país de Mlachha (Palestina), enseñando la verdad y hablando contra los destructores de la tradición. Así hablé entre ellos, y por eso me llamaron «Masih» (Mesías). Pero ellos no escucharon mi doctrina, sino que rechazaron las tradiciones y fui condenado. Padecí mucho en sus manos.

Cuando el rey quiso saber más acerca de aquella religión desconocida para él, el hombre de blanco replicó:
El nombre de la religión es amor, verdad y pureza de corazón, y por eso me llaman Masih.

Jean Louis acabó la lectura de los textos y ojeó con rapidez las fotos. Cuando cerró la carpeta el profesor Hassnain le preguntó.
–¿Lo ha entendido todo?
–Sí.
–No puedo quedarme, lo siento. He de coger un tren a Himachal Pradesh. Quizás otro día pueda acompañarles -el hombre se levantó, cruzó entre las mesas y salió sin despedirse.
–¿Te das cuenta de las implicaciones de estos textos, lo que de verdad significan? –le preguntó Marie-. No se trata tan solo de ir desvelando todo aquello que se ha inventado en beneficio de unos pocos ni de todo lo que se ha escrito y que no era verdad, y de todo cuanto se ha fabricado, sino de todo cuanto se ha ocultado.
–¿Qué se ha ocultado? –le preguntó Jean Louis.
–Se ha ocultado la verdad sobre Jesús –le dijo Marie-, ¿no lo comprendes?  El amor es la palabra secreta, tal como Jesús lo proclamó. Él era la ampolla de cristal, él contenía esa palabra en su interior, él fue el aleph , el primer sefirot. El amor es la única medicina y la única religión. Ella sola será capaz de salvar a los hombres, ninguna otra palabra podrá.
–Bueno vámonos a casa –dijo Jean Louis al ver alejarse al profesor.
–Está bien, vayamos, mañana nos va a llevar Idris a Srinagar.
–¿Dónde?
–La capital de Cachemira, para ver el Rozabal. Allí veremos la tumba de Jesús.

Caminaban por el vestíbulo del hotel en busca de la salida. Cogieron un taxi y llegaron en unos minutos. Entraron al apartamento y Jean Louis tomó los papeles que le entregara el profesor, entre ellos, había una carta. Se sentó y la abrió para leerla.
«Señor Lecomte,

Por un momento imagínese usted que hubiera trascendido que Israel no era la Tierra Prometida o que Moisés llevó a su pueblo, a través del desierto y a través de los territorios habitados de otros pueblos –pueblos terribles contra los que hubo que luchar para sobrevivir- hasta Cachemira, a la India. Imagínese que el pueblo elegido fuera en realidad esta comunidad de la que nadie sabe nada y de la que nunca nadie ha oído hablar y que esa comunidad de esta región india es la más judía, la más bíblica. ¿Sabe lo que supondría para los judíos que habitan hoy en día en la tierra de Israel?

Dígales usted, señor Lecomte, que las guerras que han tenido que mantener en la segunda mitad del siglo XX con sus pueblos vecinos o que los muertos que han tenido que soportar como sociedad, dígales que no han servido de nada y que la tierra que habitan no es la tierra prometida, la tierra bíblica, o que Jerusalem no es la ciudad sagrada de sus antepasados, el lugar por el que morir y luchar.

Usted, como me ha sucedido a mí, no habría sido capaz, señor Lecomte, no, amigo mío, de contar esa historia a un pueblo. Apenas nos conocemos, pero me permito calificarle como amigo, porque ambos como seres humanos, estamos unidos por lazos amistosos de entendimiento y de compromiso con el resto de los seres humanos, en virtud de nuestro humanismo como hombres de ciencia y estudio.

Usted, amigo mío, no podría derribar la estructura ideológica sobre la que se asienta esta sociedad. Usted es de los que contribuyen con su trabajo a construir esa estructura, de los que como yo, no dudarían en hacer cualquier cosa con tal de proteger esa verdad. Tal vez no se trate de la verdad con mayúsculas, pero es una verdad, es la verdad de un grupo, de unos individuos y de una sociedad. Yo he contribuido a ocultar los detalles que harían cierto que Cachemira es la Tierra Prometida, que Moisés, en realidad, llevó a su pueblo hasta aquellos valles remotos de la India que van a visitar.

Jesús vivió y murió en la India. Existió esa comunidad hebrea perdida en los valles de la India, esos hombres aún están viviendo allí y su tierra es la auténtica tierra prometida. Durante siglos se ha custodiado y ocultado a toda la humanidad la verdadera identidad de este hombre enterrado en el Rozabal, un hombre irrepetible, extraordinario, nacido en Jerusalén y formado en comunidades de Egipto e India, donde adquirió todos sus conocimientos médicos y espirituales, donde adquirió el poder curativo, terapéutico de la palabra, el aleph, el origen de todo y que al nacer alguien pone en cada uno de nosotros, convirtiéndonos a su vez... en una ampolla de cristal.

¿Se imagina todo lo que implicaría admitir que Jesús vivió y murió en la India? Por eso Cachemira nunca fue, ni será, la Tierra Prometida. A pesar de la verdad».

Jean Louis se mantuvo ausente, como hipnotizado frente a la letanía con la que concluía la carta. Se la entregó a Marie que se lanzó a leerla con avidez. Después de unos minutos, cuando concluyó,  Marie le preguntó.
–¿Qué piensas?
–Que Jesús, Yusu Asaf, encerraba el secreto de la reconciliación de las comunidades judías. Él comprendió que a través de la palabra secreta  sería posible la reconciliación de todas las tribus, a través de la palabra que habita en cada hombre, en su interior. Una palabra única e irrepetible, la que le sirve a cada ser humano para ser amado y amar. El aleph. Y, por supuesto, que Israel no es la Tierra Prometida.
–¿Y no crees tú que hay algo más? -insistió Marie.
–El mensaje fundamental que compartió con nosotros es que cada vida es valiosa, porque está habitada de la palabra que la convierte en divina, en única e irrepetible, la palabra amar. Jesús vivió y murió en la India confundida su vida en estas tierras como médico sabio y monje budista. Y su verdadera resurrección es ahora, cuando descubrimos su verdadera naturaleza, su naturaleza humana.

Marie escuchó a Jean Louis, parecía haber comprendido todo cuanto había en aquella historia.
–Ahora entiendo ¿me corresponde a mí contar esta historia, desvelar el que haya sido ignorada, hablar de la palabra que habita en el interior de cada ser? -preguntaba Jean Louis.
–Bien Jean Louis, veo que has accedido al conocimiento de la esfera, del sefirot. Es hora de irse a dormir -caminaban por el pasillo en busca de la habitación.

Jean Louis no dijo nada.
–Los sefirots te llevarán a la corona de ideas, al keter.
–Aún sigo pensando en todas las cosas que he llegado a escuchar.
–Mañana encontrarás más respuestas. Mañana volaremos a Srinagar. Idris nos acercará a conocer el Rozabal.

La noche fue breve y llena de sueños turbios, luces y sombras enfrentándose y superponiéndose, dioses terribles castigando a fieles, danzas coordinadas en medio de jardines y bosques donde vírgenes angelicales ofrecían frutas con la propiedad de atraer la humedad del aire y disolverse en visiones eróticas lentamente.

Jean Louis despertó. Marie estaba ya vestida.
–Idris está abajo esperándonos. Tenemos que irnos –le dijo-. Tienes el desayuno en la bandeja, nos lo acaban de traer. Te espero en el coche. Nos vamos al aeropuerto.

Aún no se había recuperado del sopor de la noche y lo que había entendido era tan solo un pálido reflejo de todo lo que le había dicho Marie. Su voz resonaba alejada y como si fuera un murmullo de agua, pero entendió que había que moverse. Se levantó, se pegó una ducha, escogió algo de ropa de una maleta aún sin deshacer y salió de la habitación comiendo una manzana de la cesta de fruta que habían traído con el desayuno. Jean Louis salió ajustándose la camisa.

Subieron al avión, un pequeño aparato para un vuelo regional de una hora y al poco de coger la altura estaban preparando el descenso para aterrizar en la capital cachemir.
Alquilaron un coche. Conducía Idris por entre las calles estrechas de la capital. Marie y Jean Louis iban detrás. Atravesaron los puestos de fruta y especias de los mercados callejeros y en apenas unos pocos minutos llegaron frente a un edificio colocado sobre una plataforma y rodeado de una verja. Era un pequeño santuario que pasaba desapercibido entre el enjambre de calles del barrio de Khanyar y tenía trazas de pintura verde y blanca sin brillo, el edificio carecía de esplendor y de belleza.

Cuando el coche se detuvo frente a la puerta del recinto el primero en bajar fue Jean Louis. Junto a la tumba de Yusu Asaf, Idris, aquel joven cachemir de Sri Nagahr, descendiente de judíos y guardia custodio de la tumba de Jesús miró a Jean Louis.
–Su familia ha custodiado durante siglos el santuario y su contenido–le dijo Marie.

El cachemir se adelantó para esperarles a la puerta del santuario. Les dio la bienvenida y les invitó a entrar. El edificio era una arqueta de barro y cristal en cuyo interior, bien iluminado y con buena ventilación, se respiraba cierta atmósfera perfumada de meditación y bienestar. Jean Louis sintió que le invadía la idea de perfección y transcendencia. Sobre una roca la huella de dos pies con lo que parecía una marca cicatrizada en cada uno de ellos. Recorrieron en silencio los metros que rodeaban el cubrimiento transparente del interior y volvieron a salir, descalzos, por la misma puerta que había servido de acceso. La visita apenas había durado unos minutos. Sintió un placentero bienestar que no supo decir cómo llegó a él.
–Mañana nos vamos -soltó lacónica.
Jean Louis se alegraba y ni siquiera respondió. Se metieron en el coche. Idris conducía despacio por las calles estrechas y sin asfaltar.
–Quiero volver a París –dijo el profesor.
–Mañana estarás en Rue du Temple –le respondió.


En la entrega de mañana Hermann Feder desvelará al profesor francés por qué le han contratado.
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