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Soy de un lugar diferente

24/07/2020
 Actualizado a 24/07/2020
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Un amigo me dijo este verano, vosotros que venís de los campos de maíz, para mí es como si habitarais en el trópico. Me lo dijo porque vive en las montañas –eternamente húmedas y nubladas– de Asturias. Me hizo gracia la frase. Siempre había pensado que yo venía del norte, donde los veranos duran mes y medio y en los atardeceres de agosto no puedes sobrevivir sin la rebequina. De un mundo donde el concepto noches cálidas de verano no existe. Más bien noches frescas, con un relente que cae inexorablemente. Luego cuando me fui a Berlín, resultó que no, que yo venía del sur, del Mediterráneo. Que yo era mediterránea. Nunca me encontré a gusto en esa clasificación. Para mí el Mediterráneo era un sitio delicioso y exótico, que quedaba muy lejos. Yo me sentía más bien atlántica. Pero vete tú a decírselo a los alemanes del norte, era una barrera imposible de derribar: yo era mediterránea, no había más que hablar.

A la vuelta, en Madrid, volví a sentirme del norte o más bien del noroeste. Entendí mejor mi geografía. Yo era de una esquina olvidada del mapa de España. No era mediterránea, pero tampoco tenía ni el Cantábrico ni el Atlántico. Era de un lugar en el que todo el mundo pensaba que había frío y poco más. Para los gallegos un lugar seco, para los asturianos, soleado, para los de Madrid abajo, helado. Y para todos, salvaje, medio deshabitado.

Ahora que llevo aquí cuatro meses, pienso que soy de un lugar diferente. Cuando cruzo a Asturias y, al salir del túnel de la autopista me envuelve la niebla, entiendo lo que dice mi amigo. La geografía es relativa. Soy de un lugar que está al norte del centro, y al sur del norte. Es la piedra en el engranaje, el lugar que no encaja en ningún mapa. El lugar que se inventó a sí mismo en contra de todos. Con suaves colinas y telón de fondo de montañas abruptas. Una de las provincias más extensas, con más ríos, con mayor número de kilómetros cuadrados de parques naturales. Soy de un lugar distinto. Y lo reivindico, reivindico esa diferencia. La conozco, doy fe. He vivido muchos años fuera. Y he vuelto. Y este lugar sigue siendo diferente. Es una diferencia obvia en el paisaje, pero también es una diferencia íntima, callada. Un deje en el habla, una sombra en el gesto, la silueta de un tejado de pizarra, las huellas del oso, el brillo del oro en los cauces de ciertos ríos. Soy, somos, de este lugar. Y deberíamos apoyarlo: que sea libre y autónomo, que sea este lugar y no ‘otro’ lugar.
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