28/11/2020
 Actualizado a 28/11/2020
Guardar
Si algún sentimiento o sensación recuerdo de esta época que estamos viviendo permanece a lo largo del tiempo como un regusto amargo a trementina será la soledad. El aislamiento, el miedo a ser contagiado y contagiar, esa eliminación del diario de bitácora de besos y abrazos incluso con nuestros más cercanos. Mientras vamos tachando días en el calendario (uno más de pesadilla, uno menos hasta que la misma llegue a su fin), la rutina es más pesada que nunca. Me recuerda a aquel verso de Neruda en su décimo octavo poema de amor: «Andan días iguales persiguiéndose». Y es que, sin cafés amigos, sin visitas, sin cines, sin vida social más allá de ese sucedáneo que transcurre en el mundo virtual (demos gracias, algo es algo), lunes y sábados terminan por ser muy parecidos, solo los separa el teletrabajo. La lluvia, la niebla y el frío tampoco ayudan. (¿O tal vez sea mejor así?). Fíjense que ya hasta me fastidian los recuerdos. Nunca he sido una persona nostálgica, es cierto. Soy más de presente o como dije en un poema hace meses: «Que tu sonrisa viva en mi futuro». Por eso cuando abro Facebook y la aplicación me dice: «Marta, mira este recuerdo de hace uno, dos, tres años…» y entonces me veo celebrando poesía y vida, siento que algo nos está robando este maldito virus, y no son simplemente momentos, meses, estaciones, son amigos que se van, compañeros. Muchos se van solos y solos se quedan quienes más los querían en esa despedida tan cruel, desalmada y desde lejos. Por eso acaba uno buscando la ilusión como tabla de náufrago. Hasta poner el abeto este año resultará emocionante, o pisar hojas secas o brindar ante la ventana, aunque solo sea porque estamos aquí y más o menos solos, sobrevivimos. No es poco que amanezca. Y si lo hace bien podemos dar gracias a Dios o a la vida e intentar que alguien, quien más nos necesite, sepa que estamos al otro lado de puertas y ventanas, respirando el mismo aire.
Lo más leído