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Solidaridad siempre

17/03/2020
 Actualizado a 17/03/2020
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En el momento en que ocurren dramas como este del coronavirus el término solidaridad adquiere tintes insospechados. Se repite en cadena. Y se adorna, incluso, con un tono de voz que pretende convencer a quien lo escucha. Y se consigue. Lo malo es que sólo se invoca en el sentido literal si el zapato aprieta y provoca rozaduras. Que es el caso. Solidaridad, solidaridad… siempre es obligada.

Solidaridad es el sentimiento –tómese textual y sin quebraduras- que debería aplicarse en el día a día sin necesidad de que la desgracia enseñara la oreja. Porque en este puto mundo de tantas comodidades, tantas tecnologías y tanta gaita, se ha llegado al mayor de los despropósitos humanos: desnudar la vida y despersonalizarla. Cada uno a lo suyo. Y el que venga detrás, que arree. Que se joda.

Ahora, con motivo de la maldita pandemia, la sensibilidad de la gente –la hermosa solidaridad- aflora y enseña la cara. Y se explica de forma colectiva –que está muy bien y resulta reconfortante- mediante ovaciones dirigidas a la sanidad española -sin discernir la pública de la privada- y a quienes la nutren –los médicos, enfermeras, auxiliares, limpiadoras, celadores, personal de mantenimiento…-, en definitiva a los miles de personas que la respaldan con una entrega encomiable.

Pues bien, cuando todo esto pase –que tardará en irse pero acabará yéndose-, esa misma solidaridad que se escenifica con emocionada vehemencia desde ventanas y balcones, deberá aplicarse con las urgencias hospitalarias. A ver si de una vez por todas se olvidan de ellas cuando el niño tose, y en vez de acercarlo al hospital se van con disposición al centro de salud, que es lo suyo. Ello equivaldría a una educación social consolidada.

Porque resulta que con el lío reinante, con el desasosiego generalizado, las urgencias ‘low cost’ han desaparecido de la faz de la tierra. La gente ya no va con el infante a la sala de espera del hospital para que le ausculten los médicos. El ‘derecho’ se ha volatizado. Si el niño o el adulto tienen un malestar sin otras advertencias físicas que las normales, se conoce el camino: el contrario al de las urgencias hospitalarias, que son para otras cosas muy distintas.

De modo, que, sin discusión, esa es la solidaridad que, a partir del fin del desastre, debería inocularse en el raciocinio más elemental de los usuarios. La calidad de la sanidad tiene en este capítulo –en la solidaridad y el buen uso de los recursos públicos- un punto de inflexión indeclinable. Y ojalá la repudiada situación que le está tocando vivir a este país, sirva de lección y cambie el comportamiento de los ‘adictos’ a las esperas de urgencias. La sanidad mejoraría. Sería más útil. Con plena seguridad.


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