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Sobre y bajo el volcán

27/09/2021
 Actualizado a 27/09/2021
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El volcán de Cumbre Vieja, en La Palma, nos ha mantenido ocupados durante la última semana. O mejor, nos han mantenido ocupados sus imágenes, las noticias que venían de allí. En realidad, el mal causado, que al parecer es mucho y no se sabe cuándo se detendrá, ha afectado a las gentes de la isla, a los que tenían sus casas y sus haciendas en la zona, o en las proximidades. Nosotros somos observadores, por supuesto alarmados, por supuesto tristes por el mal que sufren los demás, pero observadores al fin. Quiero decir que, en este mundo hiperconectado, en el que las noticias vuelan y las imágenes de cualquier cosa están a los pocos segundos en nuestro teléfono móvil, podemos tener la sensación de estar viviendo cualquier situación en primera persona, de estar envueltos en ella, para bien o para mal, según las circunstancias. Algo que, evidentemente, no es así.

La inmediatez informativa, sin duda un logro de nuestro tiempo, nos transporta a casi cualquier parte (todavía hay partes del globo opacas, también es cierto). Y como a menudo las tragedias llegan con más fuerza a los titulares, solemos enterarnos de ellas con bastante detalle, desde luego con todo lujo de imágenes, aunque estoy seguro de que no lograremos acercarnos nunca al verdadero terror de las gentes que las sufren.

Así, el volcán de Cumbre Vieja ha conquistado las pantallas por su espectacularidad, indiscutible, por esa belleza terrible con la que la naturaleza se despliega a menudo. Los enviados especiales llovieron sobre la isla, mientras los piroclastos y el lapilli llovían también y destruían en pocas horas, o en pocos días, el medio de vida de mucha gente. Un volcán, incluso en una zona de vulcanismo activo como las Islas Canarias, es siempre una excepción, no es algo que suceda a menudo (afortunadamente), aunque La Palma sabe bastante de todo eso. Recuerdan bien el historial de erupciones, la más cercana la del volcán Teneguía, en 1971. Saben que el peligro está ahí, pero no es rara la convivencia entre el hombre y los volcanes. Ahí tienen el Etna, que también entró en erupción estos días.

En fin, no quiero decir que lo ocurrido en La Palma haya captado nuestra atención por su espectacularidad, al menos no solamente, pero parece claro que existe una gran diferencia entre la observación de algo, debido a la persistencia informativa (ya digo, absolutamente explicable) y la realidad propiamente dicha, la realidad cercana de los que tienen que lidiar con la tragedia.

Y pienso que esto sucede a menudo en el mundo de hoy. Lo sabemos casi todo, lo vemos en primerísimo plano, y tal vez pensamos que eso que vemos ya forma parte de nuestras vidas, que nos concierne muy directamente, cuando sólo forma parte de nuestras pantallas. Lo que lleva a la relativización de esa propia realidad, especialmente cuando se repite. No hay nada peor que la costumbre de la malo: las guerras, los huracanes, las hambrunas, los que se ahogan en el Mediterráneo. Muchas de esas malas noticias llegan a nosotros, alcanzan los titulares, pero con el tiempo se desgastan, se confunden unas con otras, pierden fuerza y terminan pareciéndonos parte del paisaje. Y en ese instante nos rendimos, sin decirlo, a esa masa confusa del mundo.

Que la espectacularidad de la erupción del volcán de La Palma ha dado imágenes extraordinarias es indudable. Que el poder de la naturaleza queda ahí muy bien retratado es algo que nadie va a negar. Pero en las distancias cortas el asunto tiene poco que ver con todo eso. Estamos hablado de gente que ha perdido su vida entera. Prácticamente de un día para otro. Es aquí donde se modifican las escalas, donde las perspectivas difieren.

Claro que esa espectacularidad del magma en la noche habrá ayudado a que la catástrofe no haya pasado en absoluto desapercibida. La singularidad de la erupción convierte el suceso en algo único, no como ocurre, por ejemplo, con las cada vez más habituales inundaciones a causa de lluvias pertinaces (las danas, por ejemplo), que ya empiezan a ser tan comunes que nos hemos acostumbrado a ver en los informativos unos cuantos vídeos caseros del desastre (grabados por los propios vecinos), a escuchar el lamento de los que han perdido muebles y enseres, coches y cosechas, y, de pronto, ya no sabemos nada más. Como si el problema empezara y terminara ahí.

A La Palma han acudido políticos de inmediato, y quizás está bien que sea así, a prometer ayudas y apoyo desde el primer instante. No creo que la mayoría de los afectados tenga muchas ganas de discursos, pero reconozco que la ausencia de ellos también sería preocupante (y criticable, claro). Pero lo importante es que esas ayudas lleguen, y pronto, que no se demoren, que no formen parte sólo de la narrativa que se espera en estos casos, sino de la realidad inmediata: porque la vida es brutalmente real y no admite esperas.

A menudo uno tiene la sensación de que la gente ha de hacer grandes esfuerzos por recuperar lo que, en cambio, se destruye en unas pocas horas. Se les pide un esfuerzo constante a los ciudadanos, de todo tipo. A veces un esfuerzo sobrehumano. Y eso pasa aquí, en el primer mundo. No debería ser así. No en países, como el nuestro, que, a pesar de todo, están entre los más desarrollados del planeta. La modernidad (y la digitalización) debería traer un mundo más ágil, más eficaz, más amable, que llegue de verdad a los desfavorecidos. Y las políticas públicas, que son una de las grandezas de las democracias, deben fortalecerse. La pandemia ya nos ha enseñado mucho sobre esto. Poner en duda la necesidad de mejorar la cooperación, la solidaridad, la repartición equitativa de los recursos, la capacidad de reparación y socorro, me parecería algo muy mezquino.

Tenemos que ser capaces de descender a las vidas individuales. A las personas. Pensar más allá de los grandes números, de las generalidades sobre cualquier cosa. Al final, están las personas. No hay muy buenos ejemplos desde algunos liderazgos globales: el mundo se está haciendo más cerrado, más inestable, hay muchos que prefieren pensar sólo en lo suyo, aunque sólo sea por motivos electorales. Es un mal camino, porque finalmente todo está conectado. También sucede lo mismo con la naturaleza. Poco a poco está aumentando el compromiso en este sentido, pero todavía hay quien piensa que los desastres naturales no van con ellos. Este volcán ha destrozado la vida de mucha gente desde la raíz. Pero nos puede enseñar algo sobre el esfuerzo compartido. Más allá de la belleza terrible del volcán, están esas vidas gravemente afectadas, está la gente. Ahí es donde tenemos que mirar.
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