28/03/2021
 Actualizado a 28/03/2021
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A la hora de escribir un artículo –teniendo muy claro el asunto, tema o mensaje que vas a transmitir–, uno se plantea hacer hincapié en la forma más idónea, impactante y bella de redactarlo, teniendo muy en cuenta, por supuesto, el destinatario al que va dirigido. Si bien todos podemos distinguir perfectamente el buen humor del mal humor, no es tan fácil escoger la mejor forma de redactar. Del arte literario por escrito quiero solamente centrarme más en el «cómo» que en su contenido. Esto es, en las distintas formas de decir el mismo mensaje. Antonio Machado, a través de su personaje apócrifo Juan de Mairena, puso dos formas de lenguaje para un mismo significado: uno exageradamente rimbombante: «Los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa»; y otro con el mismo sentido de forma más natural, pero un tanto empobrecido: «Lo que pasa en la calle».

Por lo tanto, el mismo contenido se puede escribir de distintas maneras. En cada una de ellas el texto resultante se formula en la intersección de dos ejes del lenguaje: uno vertical (o de simultaneidades) y otro horizontal (o de sucesividades). Mediante el primero, escogemos las palabras más convenientes para lo que queremos expresar, dentro del gran elenco de posibilidades o riquísimo bagaje que nos ofrece nuestra lengua. Mediante el segundo, engarzamos sintácticamente las palabras atendiendo a distintos giros y numerosas combinaciones que posibilita la lengua, con la sola obligación que el discurso resultante sea fiel a lo que se quiere decir, inteligible y comprensible para el lector. Como acto de comunicación de muy peculiar y singular estilo, lo verdaderamente literario es mensaje que se desvía del uso ordinario fijando su interés y virtudes en sí mismo, pero, como en el caso anteriormente expuesto de Antonio Machado, sin caer en lo cursi o altisonante.

Para una buena literatura, las normas escritas son violadas cada vez que un gran escritor y el pueblo mismo necesitan hacerlo. Los puristas del idioma reaccionan a la innovaciones y se pronuncian contra la anarquía no queriendo ver que los únicos lenguajes que han dejado de ser anárquicos son los muertos. El revuelto proceso de que forma parte el hombre en sociedad promueve una incesante transformación del idioma, de modo que, si en un instante dado, se impusiera una lengua lógicamente perfecta y definitiva al cabo de un par de siglos habrían estallado los cuadros de la sintaxis, su léxico y su fonética. El camino del idioma es tan tortuoso como el de la vida. Si los gramáticos latinos hubieran impuesto su ley a machapedrada, como los talibanes el gurkha a las afganas o la chirona para los delincuentes, el latín nunca hubiera pasado, no solo de clásico a vulgar, sino a castellano, portugués, gallego o catalán, y los ibéricos seguiríamos hablando uniformemente como Séneca.

En resumen, el texto literario, desde mi punto de vista, es un acto de comunicación verbal cuyo valor estético se manifiesta en la «forma» en que se expresa el mensaje, o mejor, es la manera estética lo que constituye su ámbito de interés. Este realce de la forma se produce por la mayor presencia de recursos (metáforas, aliteraciones, comparaciones, anáforas, paralelismos, etc.) que contribuyen a desautomizar el lenguaje y convierten lo literario en una «lengua artística» diferenciada del lenguaje ordinario. El discurso literario es portador, pues, de valores connotativos: afectivos y evocadores que se añaden al lenguaje denotativo, lo cual hace alusión a un nuevo registro o modalidad de uso del mismo.
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