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Sobre la incomodidad de la cultura

23/05/2016
 Actualizado a 16/09/2019
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No tiene uno muchas esperanzas de que la cultura vaya a ser tomada en serio alguna vez en este país. A menudo parece que se considera un complemento prescindible, una cosa que algunos hacen por divertimento, ya se sabe que hay ‘gente pa tó’, como decía El Gallo cuando le presentaron a Ortega y Gasset. No falta quien se rasga las vestiduras cuando algunos pretenden hacer dinero con la cultura, aunque sea poco, por no decir simbólico, y corren a criticar cualquier apoyo o mecenazgo, cualquier reconocimiento que implique un aporte dinerario (si es un trofeo o un pergamino, no hay problema). Tienes la sensación de que en su fuero interno piensan: «¡habráse visto: ahí está el de siempre, intentando vivir del cuento». Porque a la producción cultural, a la creación, en cualquiera de sus ámbitos, le cuesta mucho alcanzar el estatus de oficio, de trabajo remunerado: a fin de cuentas, eso de escribir o de pintar no redunda en beneficio inmediato de la comunidad, deben de creer algunos, como construir casas o levantar puentes, es como pagar a alguien por hacer volatines en las plazas. Y con esta mentalidad, vamos ganando en garrulería y perdiendo en grandeza.

Me pregunto si esto no tendrá que ver con los muchos años en los que en este país no estaba demasiado bien visto pensar. El primer sospechoso era siempre el artista, alguien difícil de controlar. Y además, poco previsible. Castigar las palabras es castigar la inteligencia, y eso pasó durante mucho tiempo. Ignoro si el desprestigio de la cultura viene de esas oscuridades de nuestra historia, pero, si no es así, esta mirada hosca y esta especie de desprecio que aún subsiste no tiene explicación posible. Como no sea el desinterés más que notable de gran parte de los políticos, que a menudo juzgan lo cultural como un simple añadido a sus funciones, como algo secundario, y, llegado el caso, como un engorro que sólo complica las cosas. Quizás sucede que los artistas y los creadores tienen la mala costumbre de utilizar el lenguaje y las ideas, en sentido amplio, como la argamasa de su trabajo, lo que implica mostrar acuerdos y desacuerdos, opinar sobre lo que ven, decir lo que piensan y desean, explicar aquello de lo que abominan, por otra parte como puede hacer cualquier ciudadano libre. Pero con una particularidad: ellos suelen tener una audiencia, a veces considerable, y, también, cierta capacidad de influir en la sociedad. No han faltado críticas a los artistas que se posicionan políticamente, o a los que defienden una forma de pensar concreta y la difunden con su obra, como si el arte pudiera despojarse sin más de las ideas y hacerse neutro y supuestamente pulcro, sin implicaciones sociales, sin una lectura crítica de la realidad. De todo hay, desde luego, pero parece lógico que intelectuales, artistas o creadores tengan una idea del mundo y la expongan y defiendan con libertad, les guste o no les guste a los mandamases de turno. No se puede olvidar que el cine, o la pintura, o la literatura, son en el fondo maneras de mirar el mundo y hablar sobre él.

Con la crisis, que parece eterna, las cosas han ido especialmente mal para la cultura, pues ya se sabe que todo se rompe por el lado más débil. Ya no hablo de los escritores, que es lo que mejor conozco del sector (no me gusta mucho decir sector, pero ayuda a comprender que forman parte de la economía, como otros trabajadores, y que no viven del aire y los elogios). Ahí están los libreros, héroes de nuestro tiempo. Y los editores, especialmente los pequeños, que suelen aventurar su propio dinero en empresas hermosamente quijotescas. Eso sí que es hacer cultura con el sudor propio, con la sangre propia. Pero como no faltan los que creen que el arte es pura farándula, es decir, pura ansia de figurar y estar en la pomada de la cultura (ya poca pomada hay), siempre se escucha eso de «pues no haberse metido, quién le mandaba». Claro que hay personas que valoran el riesgo y la valentía de gentes que se dejan parte de sus vidas y sus haciendas a favor de la cultura. Y que no han sacado pecho jamás, si eso es lo que preocupa. Pero es intolerable esa atmósfera de desprecio, esa mirada entre compasiva y socarrona que no siempre viene del indocumentado, esa expresión de superioridad del ‘enterao’, que, por supuesto, mira por encima del hombro al estúpido que ha creído que la cultura podría convertirse en una forma de vida: «¡ahí lo tienes, ese cultureta!». No logro entender de dónde nos viene esta patética forma de considerar el arte y los artistas, y, particularmente, a los escritores, que suelen salir aún peor parados que el resto. Tal vez hay quien piensa que los libros se escriben solos (vamos, como los periódicos). Que hacerlo es un divertimento, pues hay escritores que, encima, se lo pasan bien escribiéndolos. ¡Y pretenden cobrar por ello! Llámenme exagerado, si quieren. Pero reconozcan que es una corriente de pensamiento (¡) que existe, y que en no pocas ocasiones parece apoyada desde otras instancias, y corroborada por gente no precisamente anónima.

Estoy convencido de que un pueblo que no defiende a sus artistas, a la gente de la cultura (y hay que incluir ahí a intelectuales e investigadores, pero también a libreros o editores), está perdido para siempre. Es la cultura la que ha hecho a los pueblos seguir hacia adelante. Existir. Y todos cuentan: los creadores y los transmisores de la cultura. No pretende uno que nuestros poetas vuelvan a tener ese carácter semidivino que se les atribuía en la antigüedad, pero tampoco que sean menospreciados y considerados inútiles. Hoy el ejercicio artístico y creativo rara vez da para vivir: ¿no es ese suficiente castigo? Perder el tejido cultural es de una gravedad inmensa para un país. Las librerías que cierran, los editores que no pueden hacer otra cosa que rendirse, son batallas en las que nos dejamos nuestra identidad, nuestra memoria, nuestra belleza. No podemos permitirlo. Surgen estupendas editoriales pequeñas (algunas aquí mismo, en León, tan necesitado de impulsos de innovación y modernidad, y tan sobrado de escepticismos y visiones negativas). Merecen nuestro aplauso, pero merecen mucho más: apoyo, reconocimiento, ayuda. ¿Acaso vamos a poner en duda la bondad de ayudar a la cultura? No queda apenas espacio en esta entrega para hablar de la reciente normativa que impide a los escritores jubilados seguir creando y cobrando por ello (salvo que sea una limitada cantidad), a menos que renuncien a su pensión. Sé que es un tema polémico, en el que chocan distintas sensibilidades. Pero ya se ha explicado hasta la saciedad que la creación artística no tiene que ver muchas veces con los trabajos cotizados, por los que percibirán (y aquí habrá que tocar madera) la más que bien ganada pensión, que los escritores pierden los derechos de sus creaciones pasados setenta años de su muerte, como bien decía ayer Javier Marías, y, lo que es peor, está claro que un país no puede dejar de lado el talento de escritores hechos y derechos, muchos de ellos maravillosos, sólo porque hayan alcanzado la edad de jubilación. Es un completo despropósito prescindir de grandes artistas (porque se ven abocados a dejar de crear), justo cuando tal vez estén a punto de hacer su mejor obra. Es malo para el escritor, pero sobre todo es una decisión que va en contra del legado artístico de un país. Pero con esta penosa tendencia a convertir la cultura (y a los artistas) en algo incómodo y prescindible, cualquier cosa es posible.
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