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Sobre la despoblación y las palabras incendiarias

14/01/2019
 Actualizado a 16/09/2019
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Parece que en los últimos días se ha levantado un gran vendaval político a raíz de unas declaraciones del alcalde de Valladolid, ya muy glosadas a estas alturas de la película en periódicos locales y nacionales, y, desde luego, en este mismo rotativo. Ya imaginaría el alcalde pucelano (de hecho, creo que lo dijo al tiempo que se pronunciaba) que sus palabras iban a provocar algo más que un revuelo. En lo tocante a la política, nada se dice sin intención. Y, evidentemente, dentro del escenario del año que comienza, que es un escenario electoral, casi todo puede entenderse: estamos acostumbrados a declaraciones de todo pelaje, casi siempre dirigidas a la audiencia propia. Pedir más para la ciudad que él dirige, incluyendo la fijación de población dentro de la comunidad autónoma, o cosa semejante, es lógico que siente mal a los otros, que no son pocos (a pesar, justamente, de la despoblación). En León, desde luego, no iba a ser de otro modo, con los agravios de toda índole largamente acumulados, y con la insatisfacción, por decirlo de alguna manera, que también tradicionalmente la provincia, o una parte importante de su población, ha sentido dentro de su configuración administrativa.

Si a esta coyuntura realmente muy delicada para Castilla y León, y sin duda para León en particular, se le añaden declaraciones como las mencionadas, está claro que el símil más parecido que podemos aplicar es aquel de la cerilla y el bidón de gasolina. Es lo que tiene hablar exclusivamente en clave local cuando lo local ya no puede entenderse sin lo universal. Las ciudades ya no son ciudades estado, su economía ya no es un ente cerrado y monolítico, sino que se articulan en función del entorno, de toda Europa, e incluso de todo el planeta. Una comunidad, o una región, cobra sentido en cuanto se articula y se estructura teniendo en cuenta, con idéntica importancia, a todos sus elementos formantes, pues de lo contrario estaremos ante un caso palmario de falta de equidad. Es obvio que hay zonas más susceptibles de desarrollo que otras, o que cuentan, quizás, con una situación o una orografía más adecuada. Desde luego. No digo que sea el caso. Pero, aunque lo fuera, eso no implica, suponemos, que lo demás tenga que ser olvidado y borrado del mapa. ¿Es acaso una cuestión de elitismo mal entendido? El trabajo del gestor debe consistir en buscar el bienestar de todos, no sólo de unos pocos, y, por tanto, debe intentar que se igualen los derechos (y los deberes), que el acceso a la riqueza sea común, no selectivo.

Estas declaraciones que han incendiado el ánimo de muchos son, finalmente, observaciones desde una óptica local. No van más allá de esa consideración, porque la perspectiva económica no puede limitarse a las lindes de nuestro corral, ni en el caso de Valladolid ni en el de León, ni en ningún otro. Ya hemos escrito también aquí, en otras ocasiones, que en esta provincia tenemos tendencia al derrotismo y al escepticismo sistemático, lo cual nos conduce, a veces, a descreer de nosotros mismos. El victimismo es siempre mal consejero, aunque, desde luego, haya sobradas razones (y no dejan de acumularse) para tener muchas dudas sobre el futuro que le espera a la comarca. Es necesario poner en marcha medidas de desarrollo que sólo podrán funcionar con apoyos externos, con una política ecuánime y generosa. Lo contrario es volver a la desigualdad, que no debería ser nunca un principio para el conjunto de regiones de España. No hay nada más desestabilizador.

La cuestión de la despoblación (derivada del envejecimiento, el descenso de la natalidad, la emigración a la que muchas personas se ven obligadas, etc) es uno de los más graves asuntos de este tiempo. Y, al parecer, el tema que subyace en las polémicas declaraciones del mencionado alcalde. Fijar en grandes núcleos la población que va quedando es un hecho que sucede naturalmente, no sólo en España, sino en México, en Nigeria, en Japón… La población más joven, estancada por la falta de nacimientos, a su vez limitada por la escasez de recursos, busca contextos en los que la oferta del trabajo (aunque sea de mala calidad) exista, y ello a pesar de las diferencias culturales (cuando las hay), del desarraigo personal, de la separación familiar. La emigración es un hecho traumático. No hay una solución, sino que se necesita un plan mucho más potente y complejo, porque hay múltiples factores que se deben tener en cuenta, y todos están relacionados. Una especie de círculo vicioso está destrozando la España interior.

Por tanto, para equilibrar una región, para salvarla de la catástrofe, es necesario fijar población rural, regresar a la vida del campo que, como me decía hace poco el gran Peridis, buen conocedor de todas estas tierras (y como ya conté aquí) no implica siempre dedicarse a la agricultura y la ganadería (aunque también). Hay que diversificar. Las ciudades son polos de atracción enorme, lo diga el alcalde de Valladolid o no, pero eso sucede porque el campo se va haciendo cada vez más un lugar inconfortable, en el que las trabas para la vida diaria son enormes (en la ciudad, dicho sea de paso, tampoco faltan). No es necesario priorizar las urbes, porque esa atracción hacia el ladrillo y el asfalto sucede en todo el mundo. Algunas, de hecho, sufren ya los efectos perniciosos de la contaminación (que lleva camino de empeorar vertiginosamente, como estamos viendo), lo que a la larga situaría la vida en el campo como una realidad más saludable, mucho más sostenible, y de más calidad. Pero de poco sirve si hay otros muchos aspectos negativos que expulsan a la gente.

Ni de lejos la solución de España es engordar las urbes hasta que exploten, y vaciar los valles y las montañas, hasta que mueran. Eso no es una solución, ni siquiera un apaño. No sé qué medidas estará articulando el Comisionado del Gobierno para el Reto Demográfico, que, al parecer, se ha puesto en marcha con ese nombre rutilante, sí, pero sin duda necesita tomar medidas urgentes en las que, en contra también de lo que parece sugerir el alcalde de Valladolid, no se deben escatimar recursos públicos. Si son escasos, convendría que no lo fueran, porque no es un asunto menor. Está en juego no sólo la supervivencia económica de gran parte de Castilla y León, sino de gran parte de toda España. La periferia es hoy el nuevo centro. Las urbes costeras progresan, en su mayoría, y lo periférico es la tierra olvidada y vaciada. Ese proceso no se va a revertir si no se acometen medidas potentes.

Cuando el mencionado alcalde puso de ejemplo la supremacía poblacional y económica de Zaragoza sobre el resto de provincias de Aragón estaba afirmando, quizás sin desearlo, que tal vez existe un progresivo olvido de todo lo que no sea el centro neurálgico regional, lo que quizás lleva a acumular recursos en una sola zona. Ignoro si es así en Aragón (aunque lo parece), pero sí sé que todas las provincias de Castilla y León manifiestan, salvo Valladolid, un escaso ritmo de crecimiento, o, más bien, un progresivo deterioro en muchos aspectos, pero, sobre todo, en los económicos (y en las cifras de población). Julio Llamazares afirmaba ayer esto mismo en su artículo de ‘El País’. Y eso ha ocurrido consistentemente en las últimas décadas. ¿Por qué? ¿Es justo que sea así? ¿No es un fracaso inexplicable?

Las palabras son, al final, palabras, pero pueden dejar un poso de amargura. En esta coyuntura difícil, la solidaridad regional es básica. Pero, sobre todo, la conciencia del estado hacia los más desfavorecidos. Me acuerdo otra vez del gran Peridis, cuando afirma que él prefiere estar en Aguilar, mandar los dibujos por ordenador y salir a pasear por las iglesias de la zona (que, en lugar de cerrarlas, dice, deberían convertirse en lugares para el arte y la música). La articulación rural debe hacerse a través de las cabeceras de comarca, y debe apostar por el turismo, el arte, el teletrabajo, no sólo por los empleos tradicionales. Para hacer el campo deseable hay que mejorar infraestructuras, servicios (la sanidad rural, imprescindible), transportes colectivos y, sobre todo, la tecnología. Esto último es imperioso. El modelo tiene que cambiar, favoreciendo la vida en contacto con la naturaleza y apartada (que no alejada) de las grandes urbes. El verdadero progreso no consiste en crear ciudades cada vez más monstruosas, que fagocitan el entorno para estar después rodeadas de la nada y de la muerte. Es justo todo lo contrario.
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