jose-miguel-giraldezb.jpg

Sobre el ruido y las nueces

19/04/2021
 Actualizado a 19/04/2021
Guardar
Muy mal debe de estar la política y la sociedad en general si las elecciones de Madrid pretenden ser un laboratorio, una especie de modelo para el resto de España. Pero, lamentablemente, ahí está esa tendencia mediática a insistir una y otra vez en la llamada Batalla de Madrid, como gran lucha política con ínfulas globales, confundiendo, como sucede a menudo, lo que ocurre en un país con lo que pasa en una autonomía, por mucho que en ella esté situada la capital de España. No hay día en que no se diga que las elecciones de Madrid marcarán el futuro de la política española, por no decir el futuro de España, y nadie sabe qué argumentos hay para decirlo, más allá de esa capitalización mediática, de esa insistencia centralista tantas veces un poco provinciana.

No, no parece que Madrid sea hoy por hoy una proyección de la política española, ni en la forma ni en el fondo (desde luego, no en la forma), y la cuestión es que no pasa nada porque sea así. No hacen falta modelos a imitar: eso es algo bastante ramplón y pueril. Algo que casi nunca funciona, pero que resulta esperable en medio de tanta superficialidad. Cada lugar tiene sus problemas, su mirada y su idea del mundo, su realidad. Y mucho más en este país, tan maravillosamente diverso y complejo.

No creo mucho en los liderazgos (la mayoría son artificiales y desde luego muy sobrevalorados), ni en los modelos que deben ser seguidos en todas partes, tan a menudo basados en esas doctrinas construidas por los afamados gurús, esa propaganda que cualquiera, a poco que se fije, podría identificar como mera palabrería pensada para convencer a incautos. Demasiada frase de diseño, demasiado eslogan. Todo bastante inútil.

Por si fuera poco, parece que lo que quiere proyectarse al resto del país, como una especie de enseñanza de lo que ha de ser la moderna acción política, es el enfrentamiento a cara de perro, la división absoluta, la polarización sin contemplaciones. La campaña que acaba de comenzar no sólo se plantea como una lucha de liderazgos locales, o tribales, sino como un ejercicio de maquiavelismo político, tan en boga en estos tiempos. Y también como una guerra interna o intestina, soterrada o explícita, aunque no en todos los partidos, a la búsqueda de liderar o apuntalar un proyecto frente a otros dentro de las propias filas, por lo que pueda venir. Hay una cocción de intereses que convierte esta batalla en algo ruidoso y surrealista, sin disimulos, algo que, eso sí, no es extraño en la vida contemporánea, donde a menudo hay mucho más ruido que nueces.

Este es el insufrible panorama, digno de ser pintado por Goya, con el que nos encontramos, el que ocupa a todas horas los medios televisivos (imagino que aquí opera esa dosis indudable de morbo y entretenimiento que tiene la política, así que en cierto modo se comprende): el escenario que algunos juzgan, sin cortarse un pelo, el laboratorio del futuro de este país. Casi nada.

Uno se pregunta si tantos años de democracia (nunca son suficientes, eso es cierto) van a resumirse de pronto en esta hoguera de las vanidades y de las simplezas. En este poner y quitar supuestas figuras del cartel, en este continuo predicar que pretende explicarnos el mundo con dos o tres frases precocinadas, dos eslóganes para la galería, vengan de donde vengan, y con muy poca hondura intelectual. El nivel es tan bajo, tan preocupante, y el enconamiento pueril es tan alto, que uno no se explica cómo la desafección política no ha crecido todavía mucho más. La gente tiene infinita paciencia.

Claro que, bien mirado, lo que está sucediendo no es muy diferente de lo que ocurre en otros países, de la deriva de estas dos décadas infames del siglo XXI. No es que el siglo XX fuera para tirar cohetes: cruel, feroz, despiadado. Pero uno esperaba poder inaugurar ese futuro largamente prometido, y no hay trazas de que así vaya a ocurrir. Me dirán que los progresos científicos son notables, y es cierto: creo en la ciencia por encima de todas las cosas. Y también creo en la tecnología, a pesar del uso dudoso que le damos en tantas ocasiones. Hemos hablado mucho aquí de las redes sociales, de cómo la manipulación y la simpleza empiezan justamente en este carnaval de discusiones bizantinas, en la siembra de odio, de lo que yo creo que la política se ha contaminado y mucho. O que ha utilizado, más bien, para poder llegar más fácilmente a audiencias ya acostumbradas a ese lenguaje.

Mientras la tecnología dibujaba lo que podría llamarse progreso (y, en esencia, internet, por ejemplo, es seguramente algo tan revolucionario como lo fue la imprenta), se ha colado de rondón una sistemática manipulación de la sociedad, que, adormecida o engañada, parece haber perdido también la capacidad de ejercer el pensamiento crítico. No sé si tiene que ver con la educación, con el progresivo deterioro de la cultura, siempre denostada, (por ejemplo, con los bajos índices de lectura, aunque han mejorado con la pandemia), o con el desprestigio del esfuerzo y del conocimiento.

Hay una tendencia, cada vez más acusada, al Adanismo. Muchos hablan del momento presente como si la vida hubiera empezado ayer, como si nada de lo pasado existiera, como si hubiera que despreciar todo lo anterior, porque lo importante sólo es lo inmediato. Y creo que la política también se ha contaminado de esa manera de ver el mundo: el cortoplacismo interesado.

No me extraña que muchos dogmas se vendan como verdades absolutas y muchos se los traguen, sin mayor discusión. En general, poco o nada se puede esperar de gurús de última hora, de mesías no solicitados, de liderazgos palabreros. La auténtica revolución social de este tiempo no es esta, o eso espero al menos. Si ha de llegar que lo haga sobre el conocimiento y la alegría, no sobre la superficialidad, el pensamiento coercitivo y el dogmatismo que pretende enseñarnos las virtudes de toda obediencia.

Por tanto, no debe extrañar este desagradable momento de confrontación en todos los terrenos de nuestra sociedad, aunque a veces sea una confrontación estética. Dicen que en Madrid se dirime una lucha cuerpo a cuerpo, a varios niveles, en la que Sánchez ha entrado, leo, porque ha visto en ella un trasunto de la política nacional, con Díaz Ayuso como figura emergente en la derecha, con un recorrido mediático quizás sorprendente, y la incorporación de Pablo Iglesias, con su giro de guion personalísimo. Por no hablar del centro político, uno de los territorios en disputa. Es posible que la campaña, como batalla, resulte atractiva en los medios y tenga sus efectos en los partidos. Pero la política española no puede ni debe reducirse a la batalla de Madrid.
Lo más leído