05/03/2017
 Actualizado a 12/09/2019
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Como consecuencia de una inundación en mi casa, en donde naufragaron más de un millar de libros, recupero con ánimo doliente ‘Paradoja del interventor’, tal vez el único ejemplar que quedó de la edición de aquel libro publicado por Del Oeste Ediciones (la editorial que dirigí durante algunos años) y que ahora mantengo, desvaídoy arrugado, entre mis manos. Apenas puedo identificar su portada, que me trae a la memoria aquellos tiempos (si no juveniles, sí jubilosos) en los que uno vislumbraba espacio para la esperanza, a saber de qué.

La historia de ese libro no deja de tener su importancia, más que nada porque, aún publicado por una editorial desconocida, enseguida llamó la atención de afamados editores que vieron en él un trasfondo literario más importante que el que pudiera derivarse de su origen editorial provinciano. Y así, al acecho de obras que pudieran enriquecer su catálogo, la editorial Tusquets se dirigió al autor con la intención de reeditarla, sin percatarse de que, en el intento, habían topado con el hueso duro del bueno de Gonzalo Hidalgo. «Manolo», me dijo, «se han dirigido a mí los de Tusquets porque están interesados en la novela. Yo creo, y así se lo he hecho saber, que a quien tienen que dirigirse es a ti si pretenden publicar la Paradoja…». Creo que le contesté que él sí que estaba hecho una buena paradoja, y que por nada del mundo podía desperdiciar aquella oportunidad, pese a que –y así sucedió para el resignado y desconocido editor que yo era– la editorial catalana publicitó el libro de Gonzalo como si se tratara de una novedad: Tusquets publicó la ‘Primera Edición’ de ‘Paradoja del interventor’, ocasión que sirvió para que los verdaderos amantes de la literatura conocieran a un escritor que nada tiene que envidiar a cualquiera de los más reconocidos.

Tal vez alguien llegue a tachar de excesiva mi maniática admiración hacia el novelista placentino, pero estoy seguro de que ahí,en la decisión de publicar su novela en mi editorial, se fraguó el asentamiento de Gonzalo Hidalgo Bayal como escritor. Y como consecuencia, también, su paradoja: la de un escritor sublime que agacha la cabeza cuando conversa contigo de la referida cuestión, como avergonzado de que le ubiquen en primera línea. Acostumbrado como está uno a recibir clases de escritores sin talento, me enorgullezco de haber servido, siquiera de forma tan circunstancial, a la progresión de un autor que va dejando huella allá donde deposita alguna de sus frases, ya sea en sus relatos, en sus novelas o (pásmense ustedes) en las líneas de su blog.

En efecto, pasaron los años, y mi editorial publicaba ya sin aquella primitiva euforia, pero aún con arrestos como para proponer a Gonzalo –conocedor yo, como digo, de los sueltos de su blog– la publicación de un libro con aquellos textos que siempre consideré cruciales. No me dijo ni que sí ni que no, lo cual me daba pie para hacer lo que me apeteciera. Nunca tuve valentía –y acaso pecunio, es cierto– para hacerlo, pero como cada poco me asomo a su blog para disfrutar de la genialidad de sus pecios, de esos mensajes a la deriva que suelta sin prisas, pedí permiso, y me lo concedió el escritor, para copiar literalmente uno de ellos.

Si rescatamos parte de un pecio que dejó su maestro Rafael Sánchez Ferlosio en el libro ‘Campo de retamas’, nos asombraremos ante la similitud del divertido estilo literario de ambos. Escribe Ferlosio (y ruego no juzgue el lector de este artículo un aprovechamiento por mi oportunidad escribana): «Digo ‘la tara’, y no me entiende nadie; digo ‘la tara y la rejama’, y ya me entienden muchos; digo por fin ‘la tara y la rejama, el tomero y el romillo’ y veo que me entienden todos».

Y así, con idéntica apostura humorística, Gonzalo Hidalgo Bayal no rebaja el equilibrio cualitativo que demanda su maestro, y escribe en uno de sus escritos digitales: «Guardando turno en las consultas externas del hospital llega a mis oídos, aislada y volandera, la palabra ‘sinestesia’. ¿Cómo?, me digo atónito. Interrumpo la lectura y atiendo desde lejos con disimulo al hilo de la conversación: tres son los pacientes que hablan, dos señoras y un señor, aunque el hombre no pronuncia palabra y una de las mujeres casi tampoco. Es la tercera, sentada en medio, la que lo dice todo. Lo que no entiendo es a qué viene la palabra ‘sinestesia’ en su discurso: un sinfín de penalidades hospitalarias y de adversidades médicas con la sintaxis del Bolero de Ravel. Por eso, porque hay además contradicción entre la apariencia y la terminología, atiendo en vano al historial médico durante varios minutos, buscando dónde encajar la cuña léxica, el tropo (digamos) neurofisiológico. Y, cuando al cabo de un rato me doy por vencido y vuelvo a la lectura (habrá sido una ensoñación, me digo, ecos o añoranzas de la profesión), me entero al fin de que ahora, por fortuna, dice la mujer que habla, sólo les espera –le espera al hombre– una intervención ambulatoria, rutinaria y sinestesia». Y es ahí cuando aparece en el lector del blog, no ya la sonrisa, sino la carcajada.
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